En la corte de los virreyes.
Maestros de ceremonias y virreinato en el Nápoles del Seicento.[1]

At the viceroys court.
Masters of ceremonies and viceroyalty in Naples in the Seicento.

Diego Sola
Universidad de Barcelona

 

Resumen: Este artículo trata de adentrarse en las interioridades del oficio de maestro de ceremonias en el Nápoles virreinal del primer tercio del siglo XVII. A través de sus textos, los libros de ceremonias, se explica una interpretación política, simbólica y gobernativa de un corpus ceremonial rico que culminó en el Libro de los Virreyes del ceremoniero Jusepe Renao, de 1634-1637. La lectura y análisis de este manuscrito, conservado en la Biblioteca Nacional de España, permite dibujar un completo viaje ceremonial a la corte partenopea de los virreyes españoles.

Palabras clave: Historia Cultural –Virreinato de Nápoles – Ceremonial cortesano.

Abstract: This article wants to enter into the master of ceremonies work in the vice royal Naples of the first third of the 17th century. Through their texts, the books of ceremonies, is explained a political, symbolic and governmental interpretation of a rich ceremonial corpus that culminated with the Libro de los Virreyes written by the master of ceremonies Jusepe Renao between 1634 and 1637. The reading and analysis of this manuscript of the Biblioteca Nacional de España allows to draw a complete ceremonial trip to the Neapolitan court of the Spanish viceroys.

Keywords: Cultural History – Viceroyalty of Naples – Courtly ceremonial.

 

Introducción
 
Durante mucho tiempo las escenas de corte y los libros de ceremonias han sido considerados fuentes de carácter “aparentemente trivial y repetitivo”, tal y como lamentó John Elliott en un ensayo sobre el ceremonial cortesano de la Casa de Austria.[2] Una idea desencaminada, si se tiene en cuenta que la corte puede ser estudiada “como una formación social en donde se definían de una manera específica las relaciones existentes entre los sujetos sociales y donde las dependencias recíprocas que ligan a los individuos unos con otros engendran códigos y comportamientos originales”, según lo señalado por Roger Chartier.[3] Para el maestro de ceremonias de tiempos barrocos, su trabajo era una suerte de oficio sesudo y acumulativo investido de una especial trascendencia.[4] En palabras de Manuel Rivero, “el ritual sirve para cartografiar el orden y la armonía política y social”.[5] Dicho así, el ceremonial sería como un gran mapa en el que se pueden ubicar los diversos actores que intervenían –e intervienen–  en el espacio político.
 
Así como el ceremonial de la corte de los reyes de España se había forjado y consolidado a lo largo del siglo XVI,[6] en capitales periféricas de la Monarquía Hispana como Nápoles,[7] este desarrollo alcanzó su gran expansión a partir del siglo XVII. Los ceremoniales virreinales tomaban como modelo, en primer lugar, el ceremonial de los reyes y, junto a éste, las tradiciones del lugar donde se ponían en práctica. En el caso napolitano, el ceremonial de sus virreyes quedó codificado principalmente a través de dos textos: el manual del maestro ceremoniero Miguel Díez de Aux (de 1620)[8] y el de su sucesor, Jusepe Renao (compilado en 1634-1637).[9] Las normas y tradiciones plasmadas en sus páginas pervivieron, con las modificaciones que los intereses y necesidades de la monarquía requirieron, hasta el siglo XVIII, ya en tiempos del virreinato austríaco (1707-1734).[10]
 
Este artículo pretende adentrarse dentro de esa cartografía institucional dibujada por los ceremonieros y sus libros para contextualizar el Nápoles de comienzos del Seicento, el sentido político de la institución virreinal desentrañado a través de estos textos y, finalmente, ofrecer un viaje ceremonial a la corte napolitana a través de sus maestros de ceremonias.
 
1. El reino de Nápoles en el siglo XVII.
 
Nápoles, reino codiciado por franceses y aragoneses, era desde los tiempos de la dinastía angevina fundada por Carlos de Anjou en 1266 el gran estado feudatario del papa al sur de sus dominios pontificios. Conquistado por Alfonso V de Aragón en 1442, la tierra partenopea siguió siendo objeto de deseo de las potencias emergentes del momento, especialmente de Francia. Carlos VIII se coronó rey de Nápoles en 1495. Ante la amenaza que para los intereses de Fernando el Católico suponía la expansión francesa en el Mediterráneo, Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, terminó con la conquista del reino en 1504. Al final de la guerra, el Gran Capitán permaneció en Nápoles como virrey. El cargo de virrey constituía la cúspide de la representación real en Nápoles y era, de facto, la máxima autoridad sobre el territorio, sólo superada por la de un rey que raramente pisó suelo napolitano, con la excepción del propio Fernando (1504) y de Carlos V convertido en emperador, que entró triunfalmente en su capital en 1535. El ceremoniero Jusepe Renao relató en su manual de ceremonias esta entrada un siglo después de producirse.[11] Con un rey de Nápoles bien establecido en sus dominios de la península ibérica, el virrey asumió sus plenas funciones representativas. Por ello, Felipe II llegó a manifestar que “la cabeça del virrey representa nuestra persona”, como quedó documentado en la carta que Renao incluyó en las primeras páginas de su libro de ceremonias.[12]
 

Al frente del sistema institucional virreinal, además del virrey, se situaban, casi ornamentalmente, los llamados Sette Uffici, los Siete Oficios del Reino. El cronista Domenico Antonio Parrino (1642-1716) en su Teatro eroico e politico de’governi  de Viceré del regno di Napoli situó el origen de esta institución nobiliaria en la tradición según la cual en los tiempos en que el rey de Nápoles residía en el reino (hasta Alfonso II, que abdicó en 1495 en Messina), siete grandes nobles napolitanos ocupaban las principales magistraturas del estado.[13] Así como el virrey se convirtió en el capitán general y el lugarteniente del reino, los Sette Uffici continuaron siendo monopolizados por la nobleza napolitana, mientras que las funciones de gobierno recayeron principalmente en los altos cargos de la administración virreinal que, como su máxima magistratura  –el cargo de virrey–, monopolizaron los aragoneses y catalanes, primero, y más tarde los castellanos, especialmente después del virreinato de don Pedro de Toledo (1532-1553). Desde un punto de vista ejecutivo, el virrey era ayudado en su labor de gobierno por una nueva institución: el Consejo Colateral (Consiglio Colaterale).[14]  El Colateral fue creado por Fernando el Católico en 1507 con la clara finalidad de controlar los poderes del virrey y, a su vez, asistirle en el ejercicio de gobierno y en la emisión de documentos reales.[15] Constituido como gobierno permanente, podía y debía gobernar en ausencia del virrey, tal como Renao recordó a raíz de un periodo vacante al frente de la institución virreinal.[16] Algunos estudios han señalado una preeminencia ejecutiva del Colateral por encima del virrey a lo largo del siglo XVI, siguiendo el espíritu fundacional de Fernando el Católico. Una preeminencia posteriormente revertida en favor del virrey en el siglo XVII.[17]

Dentro del escenario político, las instituciones reales debían competir con las instituciones napolitanas que representaban a la ciudad y al reino. En el caso napolitano, el consistorio estaba integrado por seis seggi (literalmente “asientos”), seis elettos (electos) y por los capitanes de las utinas, los barrios de cada distrito (vinculados a los seggi). Había cinco elettos nobles y un eletto del popolo. Las instituciones urbanas elegían un síndico, representante de la ciudad, cargo controlado por la nobleza y el patriciado urbano que dominaba los diversos distritos de la ciudad. Nápoles, sin embargo, era mucho más que una cosmopolita ciudad, centro económico y cultural de referencia. El reino de Nápoles, propiamente, estaba constituido por doce provincias y, sin ellas, la capital no podía proveerse de alimentos. Según Carlos J. Hernando, el control de las provincias era territorio reservado a la nobleza feudal.[18] Finalmente, la supervisión regia del reino de Nápoles tenía su máxima instancia, después del propio rey, en el seno del Consejo Supremo, primero el de Aragón y, posteriormente, el de Italia. Nápoles y Sicilia dependieron del Consejo de Aragón desde el reinado de Fernando el Católico hasta 1556, cuando Felipe II creó el Consejo de Italia para la supervisión de Nápoles, Cerdeña y Sicilia y, más tarde, Milán.[19]

 

1.1. El virrey: el alter ego del rey en una corte real.

El martes 14 de abril de 1601 el VI conde de Lemos, Fernando Ruiz de Castro, y su esposa, Catalina de Zúñiga, virreyes de Nápoles, se disponían a recibir la felicitación de la ciudad con motivo del cumpleaños del rey Felipe III, que desde hacía cuatro años gobernaba la vasta Monarquía Católica de los Austrias, un imperio en el que Nápoles se había convertido en una pieza clave del dominio territorial de su familia en Europa y en el Mediterráneo. No es intrascendente que los virreyes fuesen felicitados por el aniversario real. Tal y  como  escribió el maestro de ceremonias de palazzo de aquellos años, Miguel Díez de Aux, el virrey representaba “a la proppia Persona Real”.[20] En consecuencia, felicitando al virrey se felicitaba al monarca.

 

Los virreyes de las primeras décadas del siglo XVII eran destinados a una corte que, excluyendo el personal de seguridad del palacio, tenía en nómina a unas ciento cincuenta personas dedicadas a los llamados oficios de corte.[21]

Así como el virrey era el verdadero alter ego del rey, la organización del palacio seguía cierto mimetismo con la corte real. El palazzo quedó organizado en dos estructuras bien delimitadas: la casa del virrey y la casa de la virreina. Un reflejo de la organización de las casas del rey y la reina en Madrid. En Nápoles, la virreina también imitaba los usos cortesanos de la consorte real y, así, la esposa del virrey era asistida por un séquito de doncellas, damas y servidoras varias que imitaban los usos de la casa de la reina. No en vano, algunas de las virreinas de Nápoles, en tanto que procedían de la más alta nobleza, habían servido a la reina como camareras mayores o estaban directamente emparentadas con estas damas o con los poderosos validos. La virreina-condesa de Lemos Catalina de Zúñiga (1555-1628) era la hermana del duque de Lerma, el favorito de Felipe III. Su sobrina y nuera Catalina de la Cerda y Sandoval (c. 1585-c. 1642), esposa del VII conde de Lemos y virreina entre 1610 y 1616, era la propia hija del duque. Que el virrey y la virreina vivieran en apartamentos separados, con un personal propio al servicio de cada uno de ellos, iba de acuerdo con el ceremonial borgoñón que imperaba en la corte castellana de los Austrias.[22]

Explicar esta suerte de bilocación del rey-virrey es compleja: en el reino de Nápoles, aquel noble era un reflejo del rey. Giulio Cesare Capaccio (1550-1634) así lo manifestó en Il Forastiero: el virrey –narró el autor– era tenido entre el pueblo como un espejo que reflejaba los rayos de un sol: el rey.[23] Esta imagen, la de un sol –el rey– que reflejaba los rayos en un espejo –el virrey–, es poderosamente gráfica para entender el simbolismo del oficio virreinal. En este sentido, Carlos V llegó a expresar:

“Nápoles [...] queda a nuestra libre voluntad y no tiene menester de confirmación por la preheminencia y qualidad del dicho reyno y por ser en el lugar que es donde depende el sossiego de toda Italia por el qual es menester tener el virrey en mas autoridad y reputación.”[24]

Otra manera de decir que “la cabeça del virrey representa nuestra persona”, como manifestó Felipe II,[25] evidenciando la dignidad suprema del cargo del virrey.

 

Los motivos de esta sobrecarga simbólica y política del cargo virreinal iban más allá del notable peso histórico del territorio gobernado. El virrey de Nápoles no representaba al rey de España exclusivamente como rex hispaniorum sino que, en esencia, representaba el título de rex neapolitanum, tal  y como legal y jurídicamente estaba constituido el reino de Nápoles. Esto explica la forja progresiva, desde los tiempos de la ordenanza de Carlos V hasta la estabilidad del siglo XVII, de un código ceremonial propio, que legitimaba a la vez la presencia real mediante el virrey y buscaba, sin embargo, cierto arraigo en las tradiciones locales.[26]

Para estos ministros, el ejercicio del poder virreinal suponía una interacción habitual con la ciudad que acogía su corte y con sus instituciones. Y con el baronaggio, la nobleza napolitana, rica y antigua, siendo el virrey el centro de un sistema social elitista donde todos tenían un papel y un espacio determinado. Así, la lista de nombres y títulos nobiliarios inundó el manuscrito de Jusepe Renao encabezándolo, al inicio de su manual de ceremonias, con un exhaustivo índice de creación real de títulos del reino de Nápoles, una lista que debía servir al maestro de ceremonias como guía para trabajar dentro de esta escena poblada de nobleza titulada en esa sociedad cortesana que, al parecer de Norbert Elias, modelaba el concepto de civilización, entendido como un proceso permanente, el arte de la vida cotidiana, que se traslada conceptualmente al imaginario colectivo occidental. Este antropólogo y sociólogo, profundamente interesado en la historia y la cultura, advirtió la existencia como grupo y  como colectivo de esta aristocracia que, dominando el discurso civilizador de Occidente hasta su sustitución por la sociedad burguesa, ensambló una duradera sociedad cortesana surgida, naturalmente, en torno a la corte como espacio de convivencia e interacción con el poder político establecido, una sociedad que construía su propia visión del mundo y, en consecuencia, construía su propia ritualidad bajo un preciso ideal de civilización que se nutría de la corte como verdadero organismo social.[27] El ritual se convertía, pues, en un instrumento de gobierno, integrándose en lo que Clifford Geertz, nuevamente un antropólogo, denominó el “Estado-teatro”.[28] Un instrumento sistematizado en el ceremonial, que servía al doble propósito de escenificar la visión de la monarquía y a su vez representar su composición social y jerárquica, donde todos sus actores interactuaban entre ellos desde la posición que les era reservada en la escena.

Desde mediados del siglo XVI el ceremonial napolitano se tornó cada vez más complejo y las personas vinculadas profesionalmente a la representación del virrey, los antes vistos oficios de corte, ganaron en especialización. Cuando Carlos I se convirtió también en Carlos V, en 1519, la Monarquía Hispana tenía constituidos cuatro virreinatos: Cerdeña, Sicilia, Nápoles y Navarra. El resto de reinos y provincias disponían de otras figuras, principalmente, los lugartenientes generales que, aunque tradicionalmente han sido asociados con la imagen de los virreyes, en ese momento no ejercían las mismas competencias de los virreyes de los cuatro virreinatos antes mencionados. Un virrey como el de Cerdeña, Sicilia, Nápoles o Navarra, podía presidir las cortes y los parlamentos de sus reinos y encabezaba, además, su propia corte virreinal con su casa y su séquito. Ni los virreyes de Cataluña ni los de Valencia, incluso cuando asumieron la figura jurídica de virreyes, jamás llegaron a tener las atribuciones regias de las que sí disfrutaron los virreyes de Nápoles.[29]

La integración del reino de Nápoles en la Monarquía Hispana con la obra militar y política de Fernando el Católico había sido un punto de inflexión en la consolidación del sistema virreinal que, posteriormente, sería exportado al conjunto de la monarquía compuesta dando lugar a un sistema de cortes virreinales dentro del cual Nápoles constituyó un precursor y un modelo de sofisticación. A este respecto, Carlos J. Hernando ha abordado en profundidad la dimensión gobernativa de la institución virreinal en Nápoles.[30] Recogiendo el juicio de Parrino, ya a finales del siglo XVII, las atribuciones virreinales en Nápoles quedarían consolidadas en las siguientes divisiones de poder: legislativa, ejecutiva, graciosa (el otorgamiento de gracias y mercedes reales) y administrativa (que incluía el control del patrimonio real).[31]

 

1.2. Los gobiernos virreinales de Nápoles en el primer tercio del siglo XVII.

Cuando Felipe III se convirtió en rey a la muerte de su padre, en septiembre de 1598, Nápoles estaba bajo el gobierno del virrey Enrique de Guzmán (1540-1607), conde de Olivares que, ejerciendo el cargo desde 1595, se había llevado a Nápoles “en habito clerical”[32] a su joven hijo Gaspar, de apenas ocho años. Gaspar era el futuro conde-duque de Olivares, el poderoso valido de Felipe IV, en aquellos días apenas un mozo segundón (tercerón, para mayor exactitud) que comenzaba a formarse como eclesiástico. Jusepe Renao, robando el reporte biográfico del manuscrito de Miguel Díez de Aux, describió en su Libro de los Virreyes de Nápoles y de las cosas tocantes a su grandeza al jovencísimo Olivares: “aunque era muy mozo, siempre favorecia y amparaba a todos los que se le encomendaban”. Según el relato, cuando el virrey Olivares abandonó el reino de Nápoles en 1599 la ciudad manifestó su aflicción “por perder por esta causa el buen gobierno del señor conde de Olivares”.[33]

Nuevo reinado, nuevo gobierno, nuevas caras. El duque de Lerma favoreció la elevación de los condes de Lemos a la deseada silla virreinal partenopea. En 1599 llegaron a Nápoles el VI conde, Fernando Ruiz de Castro, y su poderosa esposa, Catalina. Ordenaron la construcción del nuevo palacio real (1601) y lo hicieron, según Capaccio, argumentando que el rey de España necesitaba un palacio verdaderamente real para su traslado a Nápoles.[34] Este traslado, sin embargo, jamás llegó a producirse. Según Eustaquio Fernández de Navarrete (1820-1866) había sido la condesa Catalina de Zúñiga quien había logrado convencer a Felipe III de visitar Nápoles.[35] El marido de la condesa, considerando que el palacio construido durante el virreinato de don Pedro de Toledo era ya un espacio obsoleto, se entregó a la monumental idea de hacer algo nuevo. El 20 de septiembre de 1601 el virrey murió tras un gobierno marcado por su condición enfermiza, lo que produjo largas ausencias en el ejercicio de su cargo. Su hijo Francisco Ruiz de Castro se ocupó del reino interinamente hasta 1603, con la llegada del conde de Benavente, Juan Alonso Pimentel de Herrera. En 1610 otro Lemos, Pedro Fernández de Castro, se hizo con el hacha virreinal, el símbolo de los virreyes napolitanos. Con un sofisticado programa de gobierno, el VII conde de Lemos reformó leyes, saneó las finanzas del reino, impulsó un programa de mecenazgo propio y fortaleció la flota militar.[36] En verano de 1616 le relevó el III duque de Osuna, Pedro Téllez de Girón. Hábil estadista, el duque de Osuna fue un azote importante contra el tradicional enemigo turco y, a juicio del Libro de los Virreyes, fue un virrey muy querido por el pueblo. Le sucedieron los cardenales Gaspar de Borja y Antonio Zapata, en los años de 1620 y 1620-1622, respectivamente, en lo que más bien parecen gobiernos de carácter técnico y de escasa iniciativa política. Sin embargo, a través de Renao y la biografía del cardenal Zapata, es conocido que los napolitanos agredieron al virrey-cardenal en la grave carestía general que vivió la ciudad.[37]

El inicio del reinado de Felipe IV en la primavera de 1621 ratificó al cardenal hasta el nombramiento, finalmente, del V duque de Alba, Antonio Álvarez de Toledo. Tomó posesión en 1622 y gobernó hasta 1629. Fueron los años en que Renao dirigió las ceremonias virreinales hasta que, en 1629, dejó el báculo de ceremoniero con el virreinato del III duque de Alcalá, Fernando Afán de Ribera. Lo recuperó en 1631 con el VI conde de Monterrey, Manuel de Fonseca y Zúñiga, cuñado del conde-duque de Olivares, don Gaspar de Guzmán, que tres décadas antes había habitado el palacio de los virreyes de Nápoles con su padre, el virrey Enrique de Guzmán.

 

1.3. Nobleza, corte y palacio en el Nápoles del Seicento.

Tal y como ha señalado Diana Carrió, “en ningún otro lugar la nobleza hispánica pudo asumir tales responsabilidades de gobierno como en Nápoles, una ciudad tan poblada que seguía de cerca a París y Londres en número de habitantes”.[38] Nápoles fue el destino donde la más alta aristocracia de la Monarquía Hispana pudo ejercer su poder e influencia.

Desde los tiempos de la dinastía angevina, a finales del siglo XIII, Nápoles se había consolidado como un gran centro cultural y político del sur de Europa. Durante el virreinato español este hecho fue inseparable de la magnificencia cada vez mayor de su corte y el reino fue desde 1504 un destino habitual de la más alta nobleza, primero catalana y aragonesa, y desde 1532, castellana.  Hugo de Moncada (1527-1529), Pedro de Toledo (1532-1553), marqués de Villafranca del Bierzo, o Fernando Álvarez de Toledo (1555-1556), el Gran Duque de Alba, fueron virreyes de Nápoles en el siglo XVI. La dignidad aristocrática de las familias que ocuparon el cargo de virreyes siguió en el siglo XVII: los Ruiz de Castro de la casa de Lemos, los Álvarez de Toledo de la casa de Alba, los Vélez de Guevara de la casa de Oñate, los Núñez de Guzmán de la casa de Medina de las Torres o los de la Cerda de la casa de Medinaceli... y un largo etcétera. La grandeza de la corte napolitana estaba íntimamente ligada con el esplendor de las casas señoriales que se establecieron al otro lado del Mediterráneo occidental. La decisión de construir un nuevo (y gran) palacio en 1601 contribuyó a prestigiar aún más la corte virreinal. Los virreyes que en las primeras décadas del siglo XVII llegaban a Nápoles se establecían en una corte con todos los oficios cortesanos bien cubiertos: aposentador, camareros, pajes, lacayos, criados, mozos de cámara, guardarropas, oficiales de recámara, de cocina...[39] Aunque esta amplia nómina de trabajadores se situaba lejos del grueso de la estructura cortesana del rey en España,[40] la delimitación de todo el conjunto de funciones y servicios pone de relieve la madurez de la corte.

No en vano, Jusepe Martínez (1600-1682), pintor aragonés, manifestó en su visita a Nápoles en 1625 que la ciudad era “la más opulenta de toda Italia por sus muchos príncipes y señores y la gran corte de sus virreyes”, la grandeza de la cual era “más grande y majestuosa que la de muchos reyes, siendo Nápoles no más que un virreinato”.[41] El comerciante y viajero inglés James Howell (c. 1594-1666), de visita en Nápoles en 1618, llegó a afirmar que la grandeza del rey de España era más evidente en Nápoles que en la propia España.[42] Para los virreyes, Nápoles suponía el mejor momento de su carrera al servicio del monarca, siendo la culminación de un verdadero cursus honorum.

 

1.4. Un ceremonial y un palacio para el virrey.

La entrada de un virrey en Nápoles era, probablemente, la ceremonia más representativa del poder virreinal, emulando con el possesso las viejas entradas ducales borgoñonas. La tradicional laguna en torno a temas de representación simbólica en el virreinato napolitano se va llenando poco a poco de estudios que señalan un complejo programa por parte de los virreyes con el propósito de servir a los objetivos de la monarquía en el territorio.[43] Así, las grandes ceremonias de entrada virreinal eran habituales en los reinos hispanos en América. El caso de Nápoles, en Europa, es más particular: los cambios de virreyes tenían una frecuencia mucho mayor que en América (la premisa habitual era el gobierno trienal, aunque podía ser y fue prorrogado en muchos casos). Además, la llegada del virrey a Nápoles solía completar un periplo diplomático por diversos territorios y ciudades, con la habitual embajada de obediencia al papa, siendo Nápoles reino feudatario del pontífice. Este largo periplo buscaba mantener el vínculo de la monarquía con la nobleza hispanófila italiana y con los estados vinculados o aliados a la Monarquía Hispana.[44]

El virrey desembarcaba en Nápoles y juraba su cargo en la catedral después de un itinerario por la ciudad iniciado en el palacio, símbolo y centro de su poder. Toda una imaginería se ponía en marcha: el arquitecto Domenico Fontana (1543-1607), como ingeniero mayor del reino, diseñó el puente ceremonial, posteriormente saqueado por el pueblo, para la entrada del virrey en los años 1599 y 1603. Tanto el possesso como la edificación del puente ritual y el griterío que rodeaba la ceremonia eran percibidas como muestras de consenso y adhesión con las que Nápoles expresaba su fidelidad a la corona.[45] Dos días más tarde tenía lugar la cabalgata inaugural, con un gran desfile hasta la catedral, donde el virrey juraba su cargo.[46]

 

Por otra parte, como ha señalado Gabriel Guarino, la imagen pública del virrey puede ser comparada con la de los monarcas absolutos, con una proyección diseñada desde una escalonada accesibilidad a su figura.[47] Esto se manifestaba especialmente en palacio. Diseñado piedra a piedra con una directa función representativa, el palacio era el centro de la corte y la residencia del virrey. En Nápoles, la génesis de este espacio esencial para el desarrollo del ceremonial de los virreyes hay que buscarla en los tiempos de Juan de Garnica, autor, en 1595, de una breve relación de usos del palazzo vecchio de don Pedro de Toledo. El palazzo vecchio, como también el de Domenico Fontana, concebía en su distribución de salas un acceso progresivo a la figura del virrey.  Así, las estancias que hoy en día son más cercanas a la gran escalera de honor, como entonces, eran el espacio de reunión tradicional de los que frecuentaban el palacio y de los que habían de ser recibidos en audiencia por el virrey, mientras que en la fachada más cercana al mar estaban las estancias privadas del virrey, lugar donde recibía audiencia privada.

Garnica dibujó una secuencia de cuatro salas.[48] La primera, la de los palafreneros, congregaba la multitud que en días de audiencia accedían al palacio con el objetivo de llegar hasta al virrey. Conseguirlo suponía superar todos los filtros que ponían los porteros del virrey. Una segunda sala era, propiamente, para las audiencias, donde el virrey recibía en audiencia cada lunes, miércoles y viernes, excepto festivos. A partir de aquí el filtro se volvía más severo. La tercera sala era reservada para los miembros del gobierno del virrey, el Colateral. La cuarta sala era la más selecta: el acceso estaba reservado a la nobleza titulada y algunos otros altos cargos de las instituciones virreinales. El palazzo vecchio, no tan viejo para el escaso medio siglo que tenía a finales del siglo XVI, era, a ojos de Garnica, absolutamente caótico:

“El patio es pequeño, y los coches muchissimos, y particularmente en dias señalados. De lo qual se siegue que, como no ay otra puerta, entran por ella todo genero de gente. Los coches estan tan apretados y confusos, y con tanto rumor y estrepito dellos y sus cocheros, que parece una Babylonia del todo desordenada”.[49]

Esta “Babylonia del todo desordenada” pronto sería sustituida por un nuevo y suntuoso proyecto encargado al ingeniero mayor Fontana. Giulio Cesare Capaccio, el historiador y poeta napolitano, coetanio de Garnica, de Fontana y de los ceremonieros Díez de Aux y Renao, narró:

 

“[Los virreyes] venne il pensiero di edificare un Palazzo Reagele per che essendosi quello chèdificò D. Pietro di Toledo magnifico per quel che comportavano quei tempi, tutta volta deliberando forse il Re di venire a Napoli come l’istessa viceregina dicea voler procurare, e come potebbe essere che Idio facesse questa gratia a Napolitana, sarebbe stato troppo angosto per la sua habitatione; in tanto volean pure che gli stessi vicere habitassero con maggior decoro di quello con che all’hora haveano habitano. Scrissero a S. Maestà, e si contentò che detta fabrica si metesse subito in esecutione”.[50]

El texto de Garnica podría haber llegado perfectamente a su contemporáneo Domenico Fontana, que con su diseño original de un patio doble y un amplísimo acceso de honor en la planta principal del palacio alejaba definitivamente los días interminables de caos, gritos y empujones. Cabe suponer, como ha señalado Diana Carrió,[51] que, más que el argumento de la visita real anteriormente esgrimido, la aparición de nuevas exigencias del ceremonial  –en esencia, superar el desorden palaciego que se desprende del relato de Garnica– fue la causa principal de la construcción de un nuevo palacio para los virreyes.

 

1. 5.  Jusepe Renao y el oficio de ceremoniero.

 

Jusepe Renao, maestro de ceremonias de los virreyes Antonio Álvarez de Toledo, duque de Alba y Manuel de Fonseca y Zúñiga, conde de Monterrey, constituye una figura bastante desconocida por la escasez de información biográfica. El testamento del maestro ha sido localizado por el historiador Ángel Rivas Albadalejo en el Archivio di Stato de Nápoles.[52] Principalmente, Renao “fue [...] portero mayor o jefe de ceremonial del palacio de Nápoles, cargo difícil en donde el protocolo suscitaba cada día delicadísimos contrastes corteses y parece ser desenvolvió su cargo a rajatabla”, como subrayó Francisco Elías de Tejada en su clásico Nápoles hispánico.[53]

 

Cuando el V duque de Alba Antonio Álvarez de Toledo asumió el cargo de virrey jubiló a Miguel Díez de Aux, el anterior ceremoniero de los virreyes, que ya superaba los setenta años de edad. Se desconoce su nuevo destino, aunque una venerable ancianidad parece señalar el retiro y reposo. Sin embargo, Sabina de Cavi ha situado a Díez de Aux quizás en España o incluso en Flandes después de terminar su tarea en Nápoles.[54] En cuanto al sustituto de Díez de Aux, Jusepe Renao había servido como soldado con grado de capitán en la Apulia, la más meridional de las regiones italianas de las costas del mar Adriático. No se sabe si por aquellos tiempos quizás Renao ya ejercía el oficio de cronista con que dotó su obra, su Libro de los Virreyes que, heredando las crónicas de sus predecesores, supuso un completo compendio biográfico de los virreyes de Nápoles desde el Gran Capitán.

 

“Sin grandes letras, pero dotado de paciente voluntad para la acumulación de noticias, su solo mérito es quizás el que matizó Miguel Salvá: reflejar la opinión del pueblo. Bastante mérito, sin embargo, como para que se le cuente entre los no ínfimos escritores políticos napolitanos del reinado de Felipe IV”.[55] Las palabras de Elías de Tejada, que recogen la opinión del primer editor del texto de Renao, Miguel Salvá (1792-1873), señalan un Renao que reportó más bien la visión popular de los virreyes de los primeros tiempos del reinado de Felipe IV.

 

Hay más referencias que permiten recorrer el itinerario de Renao. En el lapso de tiempo entre el verano de 1629 y la primavera de 1631 en que Fernando Afán de Ribera, III duque de Alcalá, fue virrey, Renao no desapareció de la escena. Se mantuvo como portero de cámara del palacio, uno de los cuatro porteros, cargo que tenía en calidad de privilegio vitalicio como consta en su testamento.[56] Por aquellas fechas, y siguiendo las referencias de Capaccio, Miguel Vergara ejercía de maestro de ceremonias del virrey Alcalá.[57] Renao recuperó el protagonismo con Monterrey como virrey. Fueron los años de mayor actividad escrita, documentando muchas de las ceremonias de la década de 1630 y dejando para la posteridad un texto de referencia que marcó la ceremonia napolitana de todo el siglo XVII y parte del XVIII: el texto de Renao fue recompilado hasta 1724 (con el manuscrito “Villarosa 21” de la Biblioteca Nazionale de Nápoles). El texto y sus codificaciones ceremoniales sobrevivieron al desenlace de la Guerra de Sucesión española y al establecimiento del virreinato austríaco.

 

El testamento de Jusepe Renao permite elaborar un retrato familiar del maestro de ceremonias: Renao se casó con María, Vicente Renao era su primogénito y el ceremoniero compró una casa en la calle Trinidad–esquina con la céntrica Vía Toledo. Por tanto, en el lado izquierdo de la Vía Toledo, en el llamado cuartel degli spagnoli de Nápoles, un barrio militar poblado de españoles, lo que refuerza la tesis de De Cavi sobre la procedencia de Renao. Respecto a su oficio, el documento descubre que el cargo de portero de cámara (no el de maestro de ceremonias, ligado al hecho de tener la confianza del virrey) lo detentaba como privilegio hereditario, que tenía que pasar posteriormente a su hijo: “A favor de Vicente Renao, mi hijo: le dejo el oficio de portero de cámara de Su Excelencia […] como consta por privilegio”.[58] Renao quiso prever cualquier contratiempo y añadió, en sus últimas voluntades:

 

“Suplico a Su Excelencia y a estos señores del Colateral que hasta que mi hijo sea de edad de servir el oficio tengan por bien de que le sirva Francisco Samuel mi compadre pagando cada año lo que pagaba Bartolomé de Castro a los herederos de Juan Catas que está en el cielo y desde hoy le nombro para que  le sirva”.[59]

Sin embargo, y respecto a este privilegio, Vicente Renao poco pudo disfrutarlo. Gracias a una documentación localizada por la historiadora Ida Mauro en la Biblioteca Nazionale de Nápoles se puede conocer esta circunstancia.[60] Dentro de un códice de oficios públicos del reino napolitano, de 1659, se documenta cómo Renao y toda su familia, con la excepción de su hija Mariana, murieron “nel passato contagio”, haciendo referencia a la gran peste de 1656. Así pues, el maestro de ceremonias vivió casi veinte años más después de terminar su manual.

Volviendo al estudio que Sabina de Cavi ha elaborado sobre estos maestros de ceremonias, la autora ha apuntado a un posible origen catalán o valenciano, tal vez por su nombre (Jusepe) o quizás por la similitud del apellido (Renao) con las desinencias de algunos apellidos catalano-occitanos (como Rigau).[61] En el Archivo General de Simancas (Valladolid) se localiza un documento que menciona a Jusepe Renao,[62] que sirvió como capitán de guerra en la región de Apulia.

 

 

2. Viaje ceremonial a la corte partenopea.

 

La mirada de Jusepe Renao se adentró, como pocas, en las interioridades de la corte de los virreyes de Nápoles en un marco temporal amplio que abarca desde los últimos virreyes nombrados por Felipe II a finales del siglo XVI hasta la marcha del virrey-conde de Monterrey, Manuel de Fonseca, en 1637. De hecho, cronológicamente, y aunque no cierra formalmente el manual, la coronación de Fernando III como emperador en febrero de 1637 y el contencioso de mayo de 1637 contra el duque de Parma, Eduardo Farnesio, sobre sus territorios napolitanos, son las últimas noticias que Renao aporta. El texto, que permitió satisfacer las necesidades organizativas de sus sucesores al frente de la etiqueta cortesana, incorporó en su conjunto una dimensión reguladora, ejemplificando e interpretando la norma a partir de la práctica y, a su vez, ofreciendo una imagen del virrey en el ejercicio de sus funciones representativas y de la práctica de gobierno.

Para captar esta interpretación del ceremonial, esta segunda parte del artículo establece un orden de análisis cronológico de las ceremonias. Así, en primer lugar, se hace una descripción de las entradas virreinales, emuladoras de la tradición borgoñona de entrada del príncipe en  las ciudades bajo su soberanía. A continuación, se ofrece un retrato genérico de la semblanza de los virreyes desde una perspectiva institucional. Posteriormente, se presenta la descripción y sistematización que el maestro de ceremonias hizo de los acontecimientos íntimamente ligados con el rey y con su familia, y cómo estos hechos se transmitían a la ciudad Nápoles y a su reino. Este punto es importante para entender que la monarquía no sólo se escenificaba en Nápoles a través de su virrey y el aparato institucional que lo rodeaba, sino también mediante el recuerdo de los integrantes de la familia real, en un relato que iba del nacimiento a la muerte y que tuvo en el funeral napolitano de Felipe II, en invierno de 1599, una de las descripciones ceremoniales más precisas y detalladas de todo el manual de ceremonias. Finalmente, se describe el ceremonial funerario para un virrey señalando similitudes y diferencias con las exequias reales.

 

2.1. La llegada de los virreyes.

Entre las ceremonias virreinales, aquella que mejor materializaba visual y simbólicamente el papel del virrey en su reino era la de la entrada virreinal, que seguía la estela de las entradas reales de los Austrias (y a su vez la tradición de los duques de Borgoña) como un acto de integración de la monarquía en el territorio.[63]

Hasta la llegada del V duque de Alba, Antonio Álvarez de Toledo (1622-1629), veintisiete virreyes se habían sucedido oficialmente en el cargo de virreyes de Nápoles. Los Álvarez de Toledo, linaje poseedor del ducado de Alba y del marquesado de Villafranca, entre otros títulos, ejemplifican las mejores carreras de servidores de la monarquía, coronadas también con el virreinato napolitano. Italia fue para ellos una tierra muy frecuentada. Antes de que Jusepe Renao tuviera como señor a un duque de Alba, el quinto, ya había sido virrey el Gran Duque de Alba Fernando Álvarez de Toledo (1555-1556). También lo había sido interinamente su hijo, Fadrique (1556-1558). Otros miembros del linaje, pero en este caso marqueses de Villafranca, ocuparon el mismo cargo, como  don Pedro de Toledo (1532-1553), que ejerció el gobierno más largo de la época virreinal, muriendo en el ejercicio de sus funciones.

Antonio Álvarez de Toledo llegó a Nápoles desde Roma, después de ser hospedado por el papa.[64] El Renao cronista dio a conocer esta circunstancia en su Libro. El Renao ceremoniero, el compilador del manual de ceremonias, dejó claro cuál era el ritual tradicional  –aquel deseable– para una entrada virreinal. Entrada que, como Sabina de Cavi ha recordado en su estudio sobre el possesso de los virreyes españoles en Nápoles, es de necesario análisis debido a que, a diferencia de los virreinatos americanos, en Nápoles las entradas se producían con una gran regularidad y por el hecho de ser la entrada un ritual heredero de la tradición borgoñona de toma de posesión de un territorio. Por lo tanto, integración y soberanía.[65]

Gaeta era, geográfica y cronológicamente, el punto inicial de este ritual.[66] Cuando un nuevo virrey debía llegar, los electos, miembros del consistorio municipal, se reunían y decidían el envío de seis embajadores al mítico puerto virgiliano[67] para recibir al nuevo virrey. El encuentro entre Nápoles y su nuevo virrey debía transcurrir tal como describió Renao:

“[El virrey] recibe [a los embajadores de la ciudad] en su cámara en pié, con mucha cortesía, dejándoles decir algunas palabras de su embajada, haciéndoles señal con la mano que se cubran, no permitiendo acaben su razonamiento descubiertos: respondiéndoles con mucha cortesía, agradeciéndoles con amorosas palabras su embajada, tratándoles Su Excelencia de tercera persona. Y si viniere con Virreina, el Virrey los ha de ir apadrinando á su cuarto, y la Virreina les hará las mismas ceremonias”.[68]

En Pozzuoli, población a escasos catorce kilómetros de la capital, se producía un primer relevo formal entre el virrey saliente y el entrante. El nuevo virrey encabezaba en todo momento el orden de precedencia y ya podía pernoctar en el castillo de don Pedro de Toledo en Pozzuoli a la espera del relevo definitivo. Siguiendo el relato tanto de Renao como de Díez de Aux, al tercer día de la llegada a Gaeta, se producía propiamente el desembarco en la ciudad. Los castillos de Nápoles, en divisar las galeras del séquito naval del nuevo virrey, disparaban salvas bien ruidosas para darle la bienvenida “con toda la artilleria y morteretes”.[69] Disparaba primero el castillo de Sant’Elmo porque, por ubicación, era el primero que podía ver las galeras, seguido del castillo dell’Ovo, bien adentrado en el puerto y, por último, Castel Nuovo.[70]

El nuevo virrey desembarcaba en Nápoles con todo su “baronaje, Colateral, Tribunales y continos”, es decir, escoltado por las instituciones de gobierno que serían sus contrafuertes en adelante y por la nobleza que le había acompañado en su periplo hasta Nápoles. En ese momento, el palacio tomaba el protagonismo: allí se escenificaba el traspaso de poderes, lo que demuestra el punto central que ocupaba el edificio en el imaginario político. Los dos virreyes debían encontrarse en el largo di palazzo, llegando ambos en el mismo momento: jamás uno debía esperar al otro. A tal efecto, tanto Renao como Díez de Aux insistieron en el hecho de tomar mucho cuidado con la simultaneidad. Entraban en el edificio a la vez. Y, juntos, iban a visitar a la virreina saliente, si la hubiera. Después, los dos virreyes se encerraban en el despacho virreinal (sólo acompañados por sus secretarios) para abordar el estado del reino. Sin dejar de ir uno junto al otro, volvían a la explanada de palacio. Desde allí, el virrey era conducido hasta sus galeras, abandonando Nápoles con su familia.

Al cuarto día, el nuevo virrey juraba su cargo. Las calles de la ciudad se llenaban para la esperada cabalgata de juramento. Desde el palacio arzobispal, virrey y prelado se desplazaban juntos hasta la capilla del Santísimo Sacramento de la catedral y allí, bajo la mirada de los santos que custodiaban los muros del templo, se producía el juramento. En la capilla, el virrey encontraba un trono. El secretario del reino, que era uno de los miembros del Consejo Colateral, leía la patente del rey donde se nombraba al nuevo virrey. Al escuchar la invocación real, todo el mundo se levantaba y se descubría la cabeza, con un gesto de acatamiento a la autoridad: cuando se leía la patente real era como si el mismo rey estuviera presente. Este gesto se repetía cuando se acababa de leer la cédula y se pronunciaban las palabras finales: “Yo, el Rey”. Y, a continuación, se acercaban al trono del virrey los seis electos y se arrodillaban ante él recitando un juramento, previa entonación del Te Deum por parte de los músicos, según el relato de Renao.[71]

 

Hay que advertir que el conjunto de las ceremonias del possesso, aunque fastuosas, prescindían de algunos signos reales tradicionales. En ningún momento se menciona que el virrey entrara en la catedral bajo palio. Tampoco había una entrega formal de las llaves de la ciudad (como sí sucedía en Roma en el possesso pontificio).[72] Y, en última instancia, el virrey efectuaba un juramento, por tanto, un compromiso, como el rey que juraba las constituciones de sus reinos al inicio de su gobierno. En Nápoles, esto evidenciaba cierto nivel de negociación de la Monarquía Hispana con las elites del territorio, siempre atentas para no diluir la identidad propia ni parecer un mero apéndice periférico de la corona. Sin embargo, y señalando esta ausencia de algunos símbolos inequívocamente reales, no hay que olvidar el espacio: el juramento tenía lugar en la misma catedral que había servido de panteón de los reyes napolitanos de la dinastía angevina (1266-1442) y había sido, por tanto, el lugar de coronación de los antiguos reyes de Nápoles. Siendo así, los virreyes españoles, con cada juramento, renovaban la legitimación dinástica que la monarquía reivindicaba y buscaba para el ejercicio de su poder sobre el reino de Nápoles.

 

2.2. La imagen de los virreyes.

La semblanza genérica de los virreyes, en su continuidad y su proyección a los súbditos, es una cuestión hasta ahora poco abordada. Ciertamente, el ceremonial era también un instrumento a través del cual se normalizaba el acceso de la población a su señor. Para hacer una primera aproximación a esta semblanza se abordan cuatro aspectos: 1) Las raíces mitológicas y bíblicas del oficio virreinal. 2) La percepción de la figura del virrey napolitano en la audiencia pública y en la capilla durante el oficio religioso. 3) La imagen de la virreina como consorte, que explica colateralmente la consideración de la que disfrutaba el esposo y 4) La apropiación por parte de algunos virreyes de la simbología real.

En su Teatro eroico e politico (1688), Domenico Antonio Parrino explicó que los orígenes de la institución virreinal se remontaban a la época del Antiguo Testamento. Según esta visión, José, hijo de Jacob, fue el primer virrey de la historia al convertirse en primer ministro del faraón de Egipto, un alter ego del monarca del Nilo:

“Ya que Dios te ha enseñado todo eso, nadie será tan sabio y prudente como tú. Tú estarás al frente de mi casa y todo el pueblo obedecerá tus órdenes; sólo en el trono te precederé”.[73]

Es la respuesta del faraón que puede leerse en el Génesis: José se convirtió en primer ministro del faraón. Para Parrino, la conveniencia de estos gobernantes, inspirada por Dios, era indudable, desde el momento en que los reyes no podían llegar con su poder personal a todas partes:

“I Re non possono vedere tutto, ne asistere con la loro presenza a tutti i Regni e Domini che sono stati loro raccomandati da Dio”.[74]

En el relato histórico de Parrino, los precedentes a la institución virreinal proseguían en la antigua Roma y acababan consolidándose en el Imperio bizantino con los gobernadores de provincias lejanas en época de Justino II (565-578). Para el editor del Libro de Renao, Eustaquio Fernández de Navarrete, la interpretación histórica del cargo de virrey en Nápoles se centraba en sus antecesores más directos en la época angevina y, más concretamente, en el cargo de vicario:

“Mientras Nápoles disfrutó de la presencia de sus Reyes, si alguna vez se ausentaban, que eran pocas y por poco tiempo, dejaban un magistrado con nombre de Vicario: fueron muy raros los ejemplos de que a estos lugartenientes se les diera el nombre de Virreyes, pero después de hecho el reino provincia del Imperio Español tuvo que carecer de la vista de sus monarcas; fue preciso que eligiesen un ministro de inteligencia y probidad que los representasen y en todo lo concerniente al reino le delegaron todos los privilegios de la soberanía al cual se dio el título de Virrey”.[75]

Por tanto, y siempre según esta visión, el virrey era un depositario de soberanía. La única soberanía de su tiempo: la de los príncipes. Ergo, ¿su imagen era la imagen de un príncipe? Para averiguarlo, quizás hay que diseccionar inicialmente las semblanzas del cargo que los ceremonieros proyectaron en sus textos. No existe, naturalmente, ningún epígrafe dedicado expresamente a la condición del virrey desde una perspectiva abstracta. Así, ésta sólo puede ser interpretada en la acción del oficio de virrey, viendo al virrey en escena. Del conjunto de estas escenas, la que mejor se acerca a esta semblanza genérica es el ritual de las audiencias. Como ya se ha explicado, el primero en interesarse por esta ceremonia fue Juan de Garnica con su librito de 1595.[76]

 

En audiencia, el virrey era ubicado en una distancia considerable de los súbditos, representando la necesaria distancia regia. Esto condicionaba, incluso, el trabajo del maestro de ceremonias en el transcurso de la audiencia:

“El Maestro de Ceremonias tiene de estar delante del Virrey a mano diestra con su bastón en la mano, no permitiendo que ninguno ponga el pie encima de la tarima, y tan lejos que no tiene de poder oir lo que se habla”.[77]

Nadie podía poner un pie sobre el tablado. El maestro de ceremonias era el encargado del escrupuloso cumplimiento de esta premisa. Además, lo tenía que conseguir sin escuchar nada de lo que el virrey hablaba con la persona a la que atendía. Parecía una misión imposible. El súbdito, ante el virrey, se encontraba con el gran escudo de armas de los Habsburgo, con el conopeo real y con una suerte de encarnación regia en la propia figura del virrey. Frente al virrey, toda mesura que se buscara con un comportamiento ordenado y correcto era poca, pues cualquier ofensa contra el alter ego podía ser interpretada como una ofensa contra el rey.[78]

En la capilla de palacio se intensificaba la sacralización del alter ego. El funcionamiento de la misa ordinaria en palacio está bien documentado a través de Garnica. La capilla de palacio era un espacio de gran importancia. “Costumbre es muy antigua, que el Virrey sale à la capilla, à oir Missa en publico los Domingos y fiestas señaladas, y sermon quando le ay”.[79]  El virrey seguía el oficio religioso como si fuera el soberano, aposentado en el trono, en el centro, justo delante del altar, besando el Evangelio en su proclamación  (un beso que sólo hacía el diácono o el capellán que leía el Evangelio y el virrey) o recibiendo la paz del cura mayor... Todos querían, incluso en la distancia, acceder al alcance ocular del virrey. La misa no dejaba de ser espacio y tiempo para las intrigas:

“Sucedio los años atras una novedad, de que han resultado grandes y continuas quexas. Todos los que estan detras de los bancos, y à las dos manos hizquierda y derecha [del virrey], estan de pies, y de manera que no llegan a emparejar con el Virrey. Y assi quedan siempre atras sin poder ser vistos del”.[80]

Se deduce de esto que parte de los asiduos a la misa en palacio se sentían enojados si el virrey no los veía asistir y, por tanto, caían en el riesgo de perder oportunidades de autopromoción, causando quejas “grandes y continuas”. No bastaba con la precedencia, también uno debía ser visto.

Se aborda a continuación el tercer punto que permite establecer una semblanza de los virreyes: la familia. Ya se ha visto cómo la corte de los virreyes tenía dos estructuras bien diferenciadas: la casa del virrey y la casa de la virreina, a imagen y semejanza de la dualidad de la corte española. A la virreina le correspondían, del conjunto de atribuciones del matrimonio virreinal, aquellas de carácter más doméstico y familiar. Como signora de la casa, recibía a las grandes damas de la nobleza local y española, ejercía de consorte de su esposo en las festividades a las que le era permitido asistir (principalmente las religiosas), mientras que permanecía en casa en ocasión de las que no podía ir, como las ceremonias constitucionales del reino, presididas por el virrey. Presente en todas las celebraciones de tipo familiar, como bodas y bautizos, su papel era el de mujer protectora:

“Cuando los Virreyes se hallaren en algún casamiento o habiendo sido compadres, la Virreina, al día siguiente tiene de enviar a saber como está la esposa [casadera], con paje ó Gentil hombre, conforme la calidad de la persona [...]. Pero esta ceremonia no la tiene de hacer el Virrey por la dignidad que representa: solo a la Virreina le es permitido por el decoro que se debe tener siempre a las damas”.[81]

No correspondía al virrey “por la dignidad que representa” cerciorarse del buen estado de las damas después de la noche de bodas, sino a la virreina. Todos los comentarios que, a lo largo del ceremonial de Renao, hacen referencia a la virreina parecen situar a la dama en un plano de singularidad respecto al resto de las mujeres de su rango nobiliario, dibujando, de refilón, la primacía institucional de su marido. Por ejemplo, en la procesión de la Solemnidad de la Concepción, la virreina gozaba de un tablado propio en la iglesia de Santa María la Nueva dentro del cual “convido todas las Señoras que fueron a ver la procession en gran numero”.[82]

Finalmente, para los virreyes de Nápoles, que ejercían el poder lejos de la corte del rey, era fácil ensalzar (y enaltecer) la dignidad de sus personas. Según Capaccio, el VII conde de Lemos, Pedro Fernández de Castro, afirmó al llegar a Nápoles lo siguiente: “Por çierto nunca el Rey de España huvo jornada tan feliz”.[83] Lo que podría parecer una afirmación grandilocuente, llena de autocomplacencia, debe ser tomada en consideración. El Libro de los Virreyes recoge en sus biografías virreinales que el conde de Lemos inició su gobierno con gran (y real) pompa:

“Comenzó á ejercitar su cargo con mucha grandeza, vistiéndose el manto Real, llevando los pajes descubiertos y en cuerpo, y al caballerizo á pié y al estribo, dando llave dorada á su camarero mayor, á todos los gentiles hombres de cámara y copa; y asimismo á los pajes de cámara y a los demás mozos de cámara de retrete y estrado, guardaropa y porteros, llave pavonada, que eran infinidad de llaves; trayendo asimismo S.E. la llave dorada de la Cámara de S.M. como gentil hombre de ella”.[84]

 

No ha de sorprender el uso del manto real o el hecho de presumir de tener las llaves doradas de la cámara del rey, si se tiene en cuenta que se trataba, en el caso de Lemos, de un miembro de la más absoluta élite de la aristocracia castellana que, además, era gentilhombre de los aposentos de Felipe III. Virreyes como Lemos buscaban una mimetización personal entre los modos de vestir del virrey y del rey, con el propósito de ganarse el respeto y la obediencia debida de sus súbditos.

Quizás uno de los ejemplos más gráficos de la apropiación de la imagen regia es el de las comidas del virrey, que seguían con todo detalle las etiquetas de la Casa de Austria.[85] Como en la corte real, el virrey y la virreina comían por separado, desplegando los rasgos más característicos de la etiqueta borgoñona: respeto, sacralidad y admiración. Al virrey le llevaban los platos de forma escalonada y casi como un desfile de la cocina al salón, en el transcurso del cual, todo el que se encontrara por los pasillos con el mayordomo que llevaba el plato custodiado por una escuadra de alabarderos, debía mantenerse de pie y con la cabeza descubierta. El virrey comía o cenaba en silencio mientras los asistentes a tan delicado acto lo miraban silenciosamente y de pie.[86]  En esencia, el virrey administraba y gobernaba pero, también, representaba la sacralidad del rey en una escala vital que quedaba reducida al ejercicio temporal de su gobierno en un reino lejano. Del conjunto de estas misiones múltiples (administración, gobierno y representación) resultaba una imagen personal cargada de paralelismos con el gobierno personal del monarca. Con este propósito, la selección de las personas que habían de encarnar el oficio virreinal siguió la misma pauta representativa: como se debía encarnar la majestad real, los virreyes tenían que pertenecer a la más alta nobleza, cumpliendo así un óptimo criterio “de sangre”,[87] cerrando así el círculo o, siguiendo la imagen de Capaccio en Il Forastiero, el juego de espejos.[88]

 

2.3. La real presencia en Nápoles.

Por mucho que los virreyes procedentes de las casas de más alcurnia de Castilla se esforzaran en vivir y mostrarse como reyes el hecho es, sin embargo, que no lo eran. El ceremonial virreinal se apoyaba, en gran medida, en el recuerdo del nexo que unía al reino con su rey. Los miembros de la familia real y sus efemérides (nacimientos, bodas, muertes) llegaban al pueblo de Nápoles a través de la celebración. El ceremonial virreinal tuvo que nutrirse constantemente de los necesarios actos de afirmación del vínculo personal del territorio con la corona. La real presencia en Nápoles traspasaba la presencia del virrey e inundaba la vida política del reino a través del continuo recuerdo, evocación o, sencillamente, manifestación de la figura del monarca. Este recuerdo se materializaba muy especialmente con la celebración funeraria, en el nacimiento del heredero o en el paso de miembros de la familia real. A continuación se analizan estos casos particulares.

 

2.3.1. La muerte de un rey. Los funerales de Felipe II de febrero de 1599.

En 1592 el virrey conde de Miranda, en el cargo desde 1586, contrató al arquitecto Domenico Fontana como ingeniero mayor del reino. La huella del “cauallero Fontana” en Nápoles fue profunda, comenzando por el diseño del palacio real y siguiendo por iglesias como la de Jesús y María, Santa María de la Estrella, sus contribuciones a la catedral... hasta llegar a las sus colaboraciones en los palacios y las iglesias de muchas de las grandes familias napolitanas, como los Carafa. Pero el ingeniero mayor del reino no se dedicaba sólo a levantar muros y piedras que perduraran en la memoria de los tiempos. También contribuía al atrezzo ocasional que demandaban las celebraciones virreinales, principalmente, mediante las arquitecturas efímeras. Una de las más espectaculares eran los catafalcos fúnebres de los reyes que morían. Uno de los funerales napolitanos mejor conocidos es el de Felipe II, gracias a los textos de Díez de Aux y de Renao. El antecesor de Renao documentó los funerales de Carlos V en Bruselas (diciembre de 1558) a modo de crónica, y también los napolitanos de Felipe II y Felipe III. Su sucesor tomó el texto de las exequias de Felipe II, fijándolo como modelo de referencia para todos los maestros de ceremonias del siglo XVII. Felipe II, que había fallecido el 13 de septiembre de 1598 en El Escorial, tuvo su funeral en Nápoles en febrero de 1599.[89] El catafalco fue obra de Fontana, como también el gran tablado que se tuvo que construir para que “cupiessen todos los Titulados, siete oficios y otras muchas personas que en este acto huuiessen de hallarse con gran grandeça”.[90] El tablado ocupaba “toda la anchura del cuerpo de la iglesia”[91] y se entoldó todo de negro, hasta el punto de cubrir las columnas y los muros del nivel inferior de la catedral.

Para el funeral de Felipe II, el ingeniero mayor construyó un “castillo ardiente”, alto y suntuoso, dentro del cual se pudiera situar la tumba del rey, custodiada por unas espectaculares estatuas “naturales” que representaban la Fe, la Esperanza, la Caridad, la Fortaleza, la Magnanimidad y “todas las demas virtudes teologales”. Fe, esperanza y caridad como virtudes teologales, fortaleza y magnanimidad como virtudes cardinales. El catafalco era “ardiente”, una estructura con unas “dos mil candelas, cirios y hachas”, prendidas por el fuego, velando al difunto ausente.[92] Ese vacío regio ocupaba una colcha de brocado “bordad[o] de cañutillo de oro” y unos cojines. En cada esquina del catafalco, cuatro capellanes –uno por esquina– “haciendo ceremonia real de quitar las moscas”. Una simulación más de lo ausente: no habiendo cadáver en descomposición tampoco podía haber moscas merodeando.[93]

El virrey encargó “quadros muy grandes” de todas las grandes gestas del monarca, situados en torno al claristorio de la catedral. El discurso de alabanza a la obra del soberano no se plasmaba sólo en las batallas ganadas, sino también en la manifestación gráfica del poder territorial del rey: entre pintura de batalla y pintura de triunfo, se situaban convenientemente recreaciones pictóricas de los “Reinos y Señorios de la Corona de España”.[94] El funeral iba precedido de una pomposa procesión a caballo desde el palacio, encabezada por unas trompetas reales “con su luto redondo”, secundadas por los músicos de la capilla real del palacio, pero sin tocar ninguno de sus instrumentos, en una procesión muda. En ella, cuatro de los Siete Oficios del reino llevaban los cuatro símbolos de la realeza: el primero, el estoque desnudo; el segundo, el cetro dorado; el tercero, el orbe; el cuarto, la corona. A continuación, marchaba el virrey con el síndico a su izquierda y, tras ellos, todos los miembros del Colateral.[95] Una ascensión de la Vía Toledo los llevaba a la catedral donde, una vez dentro, el virrey pedía las cuatro insignias reales para depositarlas sobre la colcha dorada de la tumba ausente. El espacio antes vacío quedaba lleno de los símbolos de la dignidad, la soberanía y la majestad real. El Libro de los Virreyes convirtió en norma la distribución de los símbolos: a la izquierda, el estoque; a la derecha, el cetro real; el mundo, el orbe, a sus pies; y la corona, por supuesto, sobre los cojines que simulaban el reclinatorio de la cabeza real.[96]

Fue durante el último humanismo cuando se consolidó la idea de unas exequias reales envueltas de un complejo programa simbólico, iconográfico y arquitectónico que debía mostrar los éxitos y grandezas del soberano.[97] Los catafalcos efímeros se instalaban por toda la Monarquía Hispana y tenían (junto a todo lo que los rodeaba, como el programa pictórico que se ha visto en el interior de la catedral napolitana) una intención pedagógica sobre los súbditos, constituyendo, en su conjunto, lo que Jaime García Bernal ha definido como la “memoria funeral de los Austrias”. Una construcción progresiva de un relato dinástico-heroico manifestado en los momentos de recuerdo del monarca que abandonaba el mundo terreno. Su estudio sobre las exequias sevillanas del mismo Felipe II en 1598 da cuenta de lo que también aconteció en Nápoles. Así como Renao escribió que en Nápoles “mandó Su Excelencia se pintassen muchos quadros muy grandes […] de todas las empresas y victorias que en tiempo de Su Magestad succedieron”,[98] se sabe que en Sevilla fueron representados, en el conjunto de doce lienzos, temas que no podían faltar como el triunfo contra los turcos en la batalla de Lepanto de 1571 o la conquista de Portugal de 1580.

 

2.3.2. Príncipes y princesas. Nápoles y la real familia.

El nacimiento de un hijo del rey era motivo para la alegría y la celebración y para la renovación, una vez más, de las muestras de adhesión a la monarquía. Eran los virreyes quienes recibían la felicitación de las autoridades con motivo de estos nacimientos: uienen á dar la norabuena los Señores al Virrey. A la tarde las señoras a la Virreyna”, escribió Renao.[99] Una vez más, los dos actuaban como rey y como reina. La ciudad parecía detener el tiempo durante unos días y consagrarse a la fiesta:

“Hase de tener preuenido sarao para esta noche [el día que se recibe la noticia del nacimiento] y sino se hacen luego las luminarias, empieçan luego los tres dias siguientes; si se hace el sarao y sino començar desde esta noche que se canta el Te Deum. Van los siete officios uestidos con ropas de sus officios”.[100]

Pero el vínculo del reino con los miembros de la familia del rey abarcaba también a aquellos que habían tenido que ir al extranjero para materializar la constante política de alianzas matrimoniales de los Austrias, especialmente con sus primos de Viena. Así, la figura de María Ana de Austria (1606-1646), María de Hungría, hija de Felipe III y hermana de Felipe IV, fue otro escalón en esta escala que unió Nápoles con la monarquía habsbúrgica:

“La Reyna de Ungria pario un hijo en tiempo de Monterey; no se hicieron luminarias sino sarao y comedia, dedicado a este nascimiento, ny se canto el Te Deum por que solo esto se hace al parto de la Reyna de España nuestra Señora”.[101]

María Ana de Austria, casada con el emperador Fernando III antes de convertirse en soberano del Sacro Imperio, fue un miembro de la familia del rey muy apreciado en Nápoles: para marchar al encuentro de su marido, desembarcó en Nápoles y se instaló durante meses, de julio a diciembre de 1630. Los napolitanos, por lo tanto, habían visto a la princesa y, llegado el momento, celebraron el nacimiento de su hijo, si bien, en este caso, no se envolvía la ciudad de luces ni tampoco se hacían las acciones de gracias a Dios oportunas que sí se hacían con motivo de los nacimientos propiamente de hijos del rey, aquellos que aportaban una mayor seguridad a la consolidación de la línea de sucesión de la Monarquía Hispana. Es el caso del nacimiento en 1657 de Felipe Próspero, hijo de Felipe IV y Mariana de Austria, un hecho que generó unas grandes expectativas para el futuro de la monarquía. Nápoles se vistió de fiesta, según el cronista Andrea Cirino, que relató cómo la ciudad estaba llena de luces, gritos y aplausos. Y que esta ciudad del Sol dibujaba la historia de un príncipe que “como los antiguos héroes, nacen junto al sol”. Porque esta metáfora luminosa era también la del origen de un sol del que “no se conoce su lugar exacto de nacimiento”, una misteriosa demostración de que su reinado era perenne e intemporal, ejercido desde siempre, al igual que el reinado de Dios. Luminarias, por lo tanto, que representaban la eternidad de la monarquía y de su unión con la voluntad de Dios.[102]

 

2.3.3. La muerte de un príncipe.

De la esperanza al desasosiego. En el capítulo de muertes de un hijo de rey o de un heredero, Renao codificó el caso de Carlos de Austria (1607-1632), hijo de Felipe III, hermano de Felipe IV y, hasta el nacimiento de Baltasar Carlos en 1629, príncipe heredero de la corona hispana. El luto volvió a apoderarse de la corte de los virreyes:

“Hiço Su Excelencia con esta tan triste nueba notable sentimiento en el alma con demostraciones exteriores, poniendose luto hasta en pies solo Su Excelencia y los Ministros que lo quesieron hacer, y la Señora Virréyna vestio de negro, cessando en Palacio todo genero de alegrias, y muchas Señoras hicieron lo mismo”.[103]

 

El maestro indicó cuál era el uso establecido para la muerte de un príncipe heredero y uno que no lo era. La diferencia residía en los “lutos generales” que se establecían para la muerte de reyes, reinas y príncipes de Asturias, “como legitimo sucesor y heredero de la Real Corona”. El luto de Nápoles por Carlos de Austria, fallecido a los veinticinco años, duró veinte días, “y despues [el virrey] lo acortó, y de alli á un mes se le quitó de todo punto boluiendose á hacer en Palacio cada ocho dias comedias como se hacian primero que hauian cessado por la causa que queda dicha”.[104]

 

2.4. El adiós de un virrey.

En caso de fallecimiento del virrey, el maestro de ceremonias recordaba que debía reunirse el Consejo Colateral y nombrar un decano para hacerse cargo del reino interinamente. La solución, sin embargo, era confusa. Lo fue aún más con la muerte en 1601 del conde de Lemos Fernando Ruiz de Castro, después de iniciar, junto con su esposa la condesa Catalina, la construcción del nuevo palacio real. Catalina y su hijo Francisco consiguieron una carta de Felipe III según la cual Francisco recibía autorización real para hacerse cargo, de forma interina, del reino de Nápoles, hasta que el rey dispusiera de nombrar un nuevo virrey.[105] Su primer ejercicio de gobierno fue preparar los funerales para su padre. Funerales que, gracias a la crónica del Libro de los Virreyes, pueden asociarse, sólo parcialmente, con el procedimiento y la simbología de los funerales que sólo dos años antes habían tenido lugar con motivo de la muerte de Felipe II. El ingeniero mayor del reino, Domenico Fontana, recibió una vez más el encargo de construir un castillo ardiente para la iglesia conventual de la Cruz de los franciscanos descalzos, lugar donde se depositaría el ataúd del conde de Lemos. Por su parte, el escritor Capaccio se encargó del libro de las exequias.[106]

 

Fontana preparó las estatuas “naturales” que encarnaban la Fe, la Esperanza, la Caridad (virtudes teologales), y la Justicia, la Magnanimidad y la Fuerza (virtudes cardinales): las mismas que habían custodiado el catafalco del rey difunto dos años antes y que, no siendo exclusivas de la dignidad regia, sí eran las deseables para hombres doblemente influidos por una conciencia de caballeros y de grandes servidores públicos del rey. Sobre el castillo, se colgaron banderas negras y el escudo de armas de la casa de Lemos; debajo, una gran colcha de brocado, como la del rey, pero depositadas en lo alto las armas de los Lemos y el hábito de Calatrava, orden militar a la que pertenecía el conde. La procesión que llevó el cuerpo del virrey-conde desde la capilla de palacio hasta la iglesia de la Cruz fue una peregrinación de hachas prendidas por el fuego y cantos del Miserere. En el funeral del VI conde de Lemos en Nápoles su hijo Francisco ocupó un lugar destacado en la iglesia, en una silla cubierta de tela negra frente al catafalco.[107]

 

La iglesia de la Cruz del convento de los franciscanos descalzos se había convertido en el lugar de sepultura de aquellos virreyes que habían perdido su vida en el ejercicio del cargo virreinal. En 1571 el I duque de Alcalá, Pedro Enríquez-Afán de Ribera, murió en el cargo y recibió sepultura en el mismo lugar, aunque posteriormente sus restos serían trasladados a la Cartuja de Sevilla, en España. Para Renao era muy importante que se observara la tradición, también en el aspecto fúnebre. Igualmente, murió en Nápoles Lorenzo de Figueroa, II duque de Feria, que en 1607 volvía camino de Roma de su  etapa de gobierno como virrey de Sicilia para encabezar una embajada ante el papa. En su caso “se hicieron las mismas ceremonias y se tuuo el mismo orden que en el de Lemos queda dicho, a que me refiero, y assi no tengo mas que decir sobre este particular”.[108] Para el maestro de ceremonias, sólo repitiendo el modelo establecido se podía conseguir la finalidad que el ceremonial tenía: el mantenimiento de la tradición.

 

 

3. Conclusiones.

 

“Hor questa città, da tante nationi dominata, e così l’una dall’altra differente, variò sempre modo di governo. Io però dirò solo di quello che al presente si mantiene. Perché il nostro monarcha se ne sta nelle Spagne, si governa per un viceré, con l’assistenza del Consiglio Collaterale, che dicesi il Supremo, che si forma de’ più savi ed esperimentati ministri”.[109]

 

El canónigo napolitano Carlo Celano (1617-1693) publicó un año antes de su muerte una de las guías más completas sobre el Nápoles del Seicento. En ella, además de presentar una bella imagen de la ciudad, transmitió la percepción popular que se tenía del rex neapolitanum a través de su alter ego. Si, en efecto, el monarca gobernaba el reino “per un viceré, con l’assistenza del Consiglio Collaterale”,[110] la representación del monarca a través de estas instituciones convirtió el ceremonial en un marco de expresión de ideas y, en definitiva, en un vehículo de comunicación.

 

Lo que, primeramente, el ceremonial debía transmitir era la dignidad del virrey. Una dignidad, sobre el territorio gobernado, equiparada a la del monarca. Ciertamente, “la cabeça del Virrey, representa nuestra persona”,[111] como escribió Felipe II al virrey cardenal Granvela (1571-1575). Se podía decir de otras maneras, como escribió Díez de Aux, maestro de ceremonias, sobre el hecho de que el virrey representaba “a la proppia Persona Real”.[112] Pero todas llegaban al mismo punto: la dignidad del virrey era la del rey. Tanto era así que en una carta de Felipe III el monarca llegó a advertir al virrey que rehuyera toda forma de camaradería con aquellos nobles que, fuera del solio virreinal, eran sus semejantes: “no es bien que haya igualidad en esto, entre mi Virrey, que representa mi persona y los sudditos, que estan de baxo del govierno”.[113] Los conciudadanos del virrey de Nápoles no eran más que sus súbditos, indiferentemente de la condición de éstos. Era aquella necesidad política que Carlos V señaló en nombre de la tranquilidad de Italia: “[sossiego] por el qual es menester tener el virrey [de Nápoles] en mas autoridad y reputación”.[114] Esta autoridad y reputación tomaba rostros diversos pero, principalmente, lo hacía a través de los rituales de la corte.

 

Como en la corte de Madrid, el virrey y la virreina tenían constituidas sus casas por separado. Ambos comían solemnemente en silencio pero rodeados de una corte que los observaba atentamente así como en Castilla la aristocracia contemplaba al monarca comiendo en un acto casi trascendente y sagrado. De la mesa al oficio divino, el virrey seguía la misa en la capilla de palacio desde el sitial central que le permitía besar el Evangelio en su aclamación, en un gesto mimético al que cada día repetía el rey de España en su misa particular. Algunos virreyes, como el VII conde de Lemos, Pedro Fernández de Castro, fueron más allá de lo que la tradición estipulaba y se atrevieron envolverse en un manto real.[115] Más allá de las osadías particulares, detrás de estos simbolismos hubo el cumplimiento de un objetivo político, inseparable de la gobernanza virreinal: la plena representación de la autoridad real.

 

Este cometido no atrapaba sólo a los virreyes, sino que contaba con el afanoso trabajo de los profesionales de la corte que, como el maestro de ceremonias Jusepe Renao, invirtieron un gran esfuerzo en codificar los usos de unas ceremonias que no eran estáticas. De hecho, lo que pone de manifiesto un análisis simultáneo del compendio de biografías de Renao, el Libro de los Virreyes, con su Manual de ceremonias es el hecho de que la práctica creó la norma. Las acciones de los virreyes sentaron una suerte de jurisprudencia en el campo ceremonial y una especie de tradición consuetudinaria. Esto no excluye que los libros de ceremonias fueran a su vez textos vivos y no simples crónicas ceremoniales. Estos textos debían circular entre los maestros y tener una finalidad instrumental, como herramientas de trabajo que eran y como lo eran las compilaciones jurídicas y constitucionales. Así, la tarea de Renao hizo fortuna hasta el punto que en 1724, bajo el virreinato austríaco, todavía se refundía su texto... cien años después de ser escrito.

 

El de Renao fue un ceremonial de tiempo estables y de gobernación consolidada. Un ceremonial (de la década de 1630) entre dos fechas de inflexión: 1585 y 1647. Un motín y una revuelta. Dos sublevaciones de naturaleza antiespañola. Entre medio, calma relativa y tiempo para el afianzamiento de las tradiciones.[116] Tiempo que explicaría también el afloramiento normativo: Díez de Aux en 1620, Renao en 1634-37. Como escribió Miguel Díez de Aux: Quanto a las ceremonias que en las casas reales y de principes se deuen usar (...) cumpl[o] con mi obligacion escriuirlas, cauo por cauo, y notar lo que en esta materia se deue obseruar en las occassiones solitas”.[117]

 

A su vez, estos textos estaban sometidos a las interferencias culturales, que eran múltiples. Por un lado, la natural exportación de la etiqueta borgoñona que regía la corte de los Austrias: se suelen offrecer en esta casa y Palacio Real del Reyno de Napoles [el] uso y costumbre del y de la real casa de Borgoña, los quales han de usar y tener todos los virreyes que en este Reyno seran”.[118] Por otro, la poderosa influencia de la corte de un papa que era también señor de Nápoles. A este respecto, Jusepe Renao no dudó en transcribir con todo detalle el epílogo de la bula de 1622 de electione romani pontificis,[119] dentro de la cual Gregorio XV estableció los mecanismos del nuevo cónclave de elección papal. El maestro de ceremonias, sin embargo, elaboró ​​de cosecha propia una génesis del sistema de elección, remontándose a su establecimiento el 1274. En cuanto al mimetismo con la etiqueta borgoñona pretendido por los ceremonieros, algunos aspectos notables cuestionan su entera aplicación como, por ejemplo, las múltiples salidas de palacio del virrey, el acceso prácticamente masivo de gran número de personas en la antesala de las audiencias esperando sus minutos ante él, o la gran implicación del alter ego real en la fiesta napolitana, realidades que evidencian un grado de accesibilidad al gobernante mucho mayor del que se podía disfrutar en la corte española.

 

Más allá de la interferencia, hay que tener en cuenta el precedente que, en cierta medida, Nápoles pudo establecer en el campo ceremonial: la ascensión de Olivares en 1622 coincidió con el nombramiento de Jusepe Renao como maestro de ceremonias del virrey napolitano. Bajo el valimiento del conde-duque, el ceremonial del rey de España quedó fuertemente sometido a los intereses de su ministro. No fue hasta unos años después de su caída que la corte española sistematizó su ceremonial, entre los años 1647 y 1651 con la Junta de Etiquetas.[120] Diez años más tarde que Renao terminara su Libro de los Virreyes y casi treinta después de la obra de Díez de Aux. En este sentido, y para evidencia cronológica, la corte napolitana fue por delante de la del rey de España.  Precisamente por ello, la afirmación que James Howell, viajero y comerciante inglés, hizo de Nápoles (exagerada o no) no debe ser menospreciada: “Invero, ritengo che la grandezza del re di Spagna colpisca l’occhio più qui che nella Spagna stessa...”.[121]



[1] Esta artículo y su investigación se ha realizado en el marco de la red Poder & Representaciones (HAR2012-39516-C02-01 del Ministerio de Economía y Competitividad) dirigida por el Dr. Joan-Lluís Palos. Quiero agradecer a él así como al Dr. Attilio Antonelli, la Dra. Ida Mauro y al prof. Ángel Rivas Albadalejo por sus consejos y contribuciones a mi investigación.

[2] John H. ELLIOTT, España y su mundo (1500-1700), Madrid, Alianza, 1990, p. 175.

[3] Chartier en su prólogo a La sociedad cortesana (Die höfische Gesellschaft, 1969) de Norbert Elias. Recogido en Roger CHARTIER, “Formación social y economía psíquica: la sociedad cortesana en el proceso de civilización”, en El mundo como representación. Estudios sobre historia cultural, Barcelona, Gedisa, 1992, p. 83.

[4] Así lo expresó el ceremoniero Miguel Díez de Aux en su Libro en que se trata de todas las ceremonias acostumbradas hacerse en el palatio del reyno de Napoles de 1620: “Hauiendo trabajado y seruido quarenta años en el Palacio Real desta Ciudad y Reino en el officio de maestro de ceremonias [...], ultra muchos de pratica, y discurso de todos los virreyes [...], leydo muchos libros, y historias, del curso, vida y modo de gouierno de todos los que en este Reyno han hauido desde el Gran Capitan hasta oy [...]; trabajado con mucha diligencia por la pratica y experiencia [...] è tomado atreuimiento escriuir...”, en Biblioteca Colombina de Sevilla (BCS), ms. 59-2-9, f. 43.

[5] Manuel Rivero, “El espacio político: Representación y liturgia del poder”, en Libros de la Corte, II, Madrid, 2010, p. 75.

[6] Para este tema véase Antonio RODRÍGUEZ VILLA, Etiquetas de la Casa de Austria, Madrid, 1913; Charles C. NOEL, “La etiqueta borgoñona en la corte de España (1547-1800)”, en Manuscrits, núm. 22, 2004, pp. 139-158; María José del RÍO, Madrid Urbs Regia, Madrid, Marcial Pons, 2010.

[7] Un carácter periférico de naturaleza estrictamente geográfica, en una época donde Nápoles emergió como centro cultural de referencia. Véase John A. MARINO, Becoming Neapolitan: citizen culture in Baroque Naples, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 2011.

[8] Sobre la figura del ceremoniero Architecture and Royal Presence. Domenico and Giulio Cesare Fontana in Spanish Naples (1592-1627), Cambridge University Press, 2009,  p. 217 y siguientes.

[9] Jusepe Renao, Libro de los Virreyes y Manual mui necesario para el Officio de los Porteros de Cámara de su Excelencia, Biblioteca Nacional de España (BNE), ms. 2979. Las biografías de los virreyes, desde el Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, hasta Manuel de Zúñiga, VI conde de Monterrey, se recogen en Eustaquio FERNÁNDEZ DE NAVARRETE y Jusepe RANEO [RENAO] Libro donde se trata de los Virreyes, Lugartenientes del Reino de Nápoles, y de las cosas tocantes a su grandeza, compilado por José Raneo [Renao], Documentos Inéditos para la Historia de España, vol. XXIII,  Madrid, 1853 y el manual de ceremonias en Antonio PAZ Y MELIÁ y Jusepe RENAO, Etiquetas de la Corte de Nápoles (1634), en Revue Hispanique, XXVII, París, 1912.

[10] Este corpus ceremonial está siendo trabajado por un equipo de investigadores liderado por el Dr. Attilio Antonelli de la Soprintendenza per i beni architettonici, paesaggistici, storici, artistici ed etnoantropologici per Napoli e provincia, al cual agradezco profundamente el acogimiento que me brindaron en mi estancia de investigación en octubre de 2011. Se han publicado, recientemente, dos volúmenes: A. Antonelli (coord.), Cerimoniale del viceregno spagnolo e austriaco, 1650-1717, Roma, Rubbettino Editore, 2012 y Cerimoniale del viceregno austriaco di Napoli, 1707-1734, Nápoles, Arte’m, 2014.

[11] “Ingresso del emperador Carlos V en esta ciudad y las preparaciones que para el se hicieron y orden que se tuuo en su reciuimiento y fiestas que se hicieron” de BNE, Ibíd., ff. 233v-242r. Este epígrafe es, propiamente, una traducción de una crónica anterior del ingreso de Carles V en Nápoles. Renao especificó: “Traducido por Iuseppe Renao”.

[12] Ibíd., f. 87v.

[13] Domenico Antonio PARRINO, Teatro eroico e politico de’ governi de Viceré del regno di Napoli, vol. I., Nápoles, 1688.

[14] Rogelio PÉREZ-BUSTAMANTE, “El gobierno de los Estados de Italia bajo los Austrias: Nápoles, Sicilia, Cerdeña y Milán (1517-1700). La participación de la nobleza castellana”, en Cuadernos de Historia del Derecho, núm. 1, 1994, p. 32.

[15] Carlos J. HERNANDO, “«Estar en nuestro lugar, representando nuestra propia persona». El gobierno virreinal en Italia y la Corona de Aragón bajo Felipe II”, en Felipe II y el Mediterráneo, congreso internacional, actas, vol. III, Barcelona, 1998, p. 285.

[16] Renao explicó cómo el Colateral asumió funciones ejecutivas ante la vacante dejada por el virrey interino Francisco de Castro con la llegada del conde de Benavente en 1603 como nuevo virrey. En BNE, Ibíd., f. 21v.

[17] Véase Claudia MÖLLER, “¿Esplendor o declive del poder español en el siglo XVII? El virreinato napolitano del conde de Peñaranda”, en La declinación de la monarquía hispánica en el siglo XVII. Actas de la VII Reunión de la Fundación Española de Historia Moderna, Universidad de Castilla-La Mancha, 2004, p. 318.

[18] Carlos J. HERNANDO, Castilla y Nápoles en el siglo XVI. El virrey Pedro de Toledo, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1994.

[19] PÉREZ-BUSTAMANTE, “El gobierno de los Estados de Italia bajo los Austrias […]”, pp. 31-32.

[20] BCS, Ibíd., f. 20r.

[21] Giovanni MUTO, “Capital y Corte en la Nápoles española”, en Reales Sitios, núm. 158, 2003, p. 7.

[22] Antonio RODRÍGUEZ VILLA, op. cit., pp. 9-11.

[23] “[...] Oltre all’esser chiamati alter nos, logotenenti, capitan generali, che a modo di guerra far ponno ciò che vogliono, esser soldati e legislatori; padroni della vita e della robba dei vassalli, fin dove però il giusto col consiglio dei suoi savii si estende; e quasi quegli specchi che riflettono i raggi del sole, mentre i re sono lontani, con la presenza essi partecipano e communicano i loro splendori. Che volete? Sono padroni, e questo basti.” En CAPACCIO, Il forastiero, Nápoles, 1634, vol. I, p. 392.

[24] “Ordenanças por el consejo de aragon” de Carles I a l’Archivio di Stato di Vercelli [ASV-FAG], mazzo 7 (pero 8), núm. 7, citadas en Manuel RIVERO, La edad de oro de los virreyes. El virreinato en la Monarquía Hispánica durante los siglos XVI y XVII, Madrid, 2011, p. 80.

[25] Véase nota 12.

[26] Carlos J. HERNANDO, “Los virreyes de la monarquía española en Italia. Evolución y práctica de un oficio de gobierno”, en Studia historica, núm. 26, 2004, p. 48.

[27] Norbert ELIAS, La sociedad cortesana, México, Fondo de Cultura Económica, 1982.

[28] Clifford GEERTZ, Negara: el Estado-teatro en el Bali del siglo XIX, Barcelona, Paidós, 1999.

[29] RIVERO, La edad de oro de los virreyes […], p. 59.

[30] Carlos J. HERNANDO, “«Estar en nuestro lugar, representando nuestra propia persona» […]” ,pp. 215-338: “La falta de estudios adecuados impide por el momento trazar un panorama preciso de las diferencias entre las atribuciones virreinales en cada territorio y hace que sólo puedan extraerse algunas valoraciones generales a partir de la práctica de gobierno, en la que se constata una mayor complejidad de la supeditación legal de los virreyes en España que en Italia” (p. 269).

[31] Ibíd., p. 271.

[32] FERNÁNDEZ DE NAVARRETE y RENAO, op. cit., p. 267.

[33] Ibíd.

[34] CAPACCIO, op. cit, vol. II, p. 342.

[35] FERNÁNDEZ DE NAVARRETE y RENAO, op. cit., p. 284. A este respecto, véase también Joan-Lluís PALOS, La mirada italiana. Un relato visual del imperio español en la corte de sus virreyes en Nápoles (1600-1700), Valencia, Publicacions de la Universitat de València, 2010, pp. 45-59.

[36] Isabel ENCISO, Nobleza, poder y mecenazgo en tiempos de Felipe III: Nápoles y el Conde de Lemos, Madrid, Actas, 2007.

[37] FERNÁNDEZ DE NAVARRETE y RENAO, op. cit., pp. 408-417.

[38] Diana CARRIÓ-INVERNIZZI, El gobierno de las imágenes. Ceremonial y mecenazgo en la Italia española de la segunda mitad del siglo XVII, Madrid, Iberoamericana/Vervuert, 2008, p. 215.

[39] MUTO, “Capital y Corte en la Nápoles española”, p. 7.

[40] A este respecto, véase ELLIOTT, op. cit., p. 182.

[41] Jusepe MARTÍNEZ, Discursos practicables del nobilísimo arte de la pintura, edición de Julián GaLLEGO, Madrid, Akal, 1988, p. 98.

[42] Giovanni CAPUANO, Viaggiatori britanici a Napoli, Nàpols, 1998, p. 93.

[43] Gabriel GUARINO, Representing the king’s splendour. Communication and reception of symbolic forms of power in viceregal Naples, Manchester University Press, 2010, pp. 21-35.

[44] Sabina DE CAVI, “El possesso de los virreyes españoles en Nápoles (siglos XVII-XVIII)”, en Bernardo J. GARCÍA y Krista DE JONGE (eds.), El Legado de Borgoña. Fiesta y Ceremonia Cortesana en la Europa de los Austrias, Madrid, Marcial Pons, 2010, p. 325.

[45] Ibíd., 329. Hay que tener en cuenta, además, que estos puentes rituales, como otros gastos de la celebración, eran costeados por las autoridades locales, no por la monarquía.

[46] Ibíd., 331.

[47] GUARINO, op. cit., p. 25.

[48] Juan de GARNICA, “Juan de Garnica: un memoriale sul cerimoniale della corte napoletana”, edición parcial de Paolo CHERCHI en Archivio Storico per le Province Napoletane, XIII, 1974, pp. 213-224.

[49] GARNICA-CHERCHI, “De las audiencias publica y secreta que da el Virrey de Napole”, op. cit., pp. 214-217.

[50] CAPACCIO, op. cit., vol. II, p. 342.

[51] CARRIÓ-INVERNIZZI, op. cit., p. 295.

[52] Archivio di Stato di Napoli (ASN), “Sezione Notarile”, 87, 9, ff. 214r-215v.

[53] Francisco ELÍAS DE TEJADA, Nápoles hispánico, Madrid, Montejurra, 1954-1964, pp. 224-226.

[54] Sabina DE CAVI, Architecture and Royal Presence. Domenico and Giulio Cesare Fontana in Spanish Naples (1592-1627), Cambridge University Press, 2009, p. 224.

[55] ELÍAS DE TEJADA, Ibíd.

[56] ASN, Ibíd., ff. 214r-215v.

[57] CAPACCIO, op. cit., vol. I, p. 411.

[58] ASN, Ibíd., f. 214v.

[59] Ibíd, f. 215r.

[60] Biblioteca Nazionale di Napoli (BNN), Fondo “Manoscritti e rari”, ms. I, c. 3 del “Codex Officiorum Fidelissimae Civitatis Regnique Neapoletani”, 1659, f. 16v.

[61] DE CAVI, Architecture and Royal Presence […], p. 223.

[62] Archivo General de Simancas, Secretaría Provincial de Nápoles, libro 303,1619: “Jusepe Renao pide que el m[aest]ro de Campo Ju.o Thomas Espina le de una certificacion de como sirvio en el Gobierno de Esquinsano, en la provincia de Ontranto de que era a la razon Cap[ita]n de guerra della el d[ic]ho m[aest]ro de Campo.” Citado en DE CAVI, Íbid.

[63] RIVERO, “El espacio político […]”, p. 73.

[64]Fuè forçado su Excelençia à uenirse por Tierra à Roma àdonde beso el pie à Su Santidad, el qual le hospedó, y regaló en su Palaçio Sacro”, Renao en BNE, Ibíd., f. 25v.

[65] Ibíd.

[66] Permítaseme sugerir Diego SOLA, “Gaeta, puerta de entrada”, en Visiones cruzadas. Los virreyes de Nápoles y la imagen de la Monarquía de España en el Barroco, European Network for Baroque Cultural Heritage Project, 2014: <http://www.ub.edu/enbach/>.

[67] “Tú, Cayeta, nodriza de Eneas, también diste con tu muerte renombre para siempre a nuestras playas. Todavía el honor que te rinden preserva tu morada de reposo”, VIRGILIO, Eneida, VII, 1-3.

[68] BNE, Ibíd., f. 80r.

[69] BCS, Ibíd., f. 14r.

[70] Es posible que haya una leve contradicción entre los ceremonieros. Para Díez de Aux Sant’Elmo disparaba los cañones. Para Renao, las torres de esta fortaleza eran las únicas que quedaban mudas.

[71] Ibíd., f. 84v-85r.

[72] DE CAVI, “El possesso de los virreyes […]”, p. 331. Los virreyes habían recibido las llaves de la ciudad al inicio de cada virreinato hasta la entrada de Carlos V en 1535, que como rey de Nápoles también las recibió. Desde entonces, la entrega de llaves a los virreyes fue sustituida por la ceremonia del juramento.

[73] GÉNESIS, 41, 39-40.

[74] PARRINO, op. cit., 1688.

[75] FERNÁNDEZ DE NAVARRETE y RENAO, op. cit., p. 34.

[76] Véase nota 49.

[77] BNE, Ibíd., f. 115r.

[78] DE CAVI, Architecture and Royal Presence […], p. 232.

[79] DÍEZ DE AUX., f. 31 r.

[80] Ibíd., f. 34 r-34 v.

[81] BNE, Ibíd., f. 171 v.

[82] Hace referencia a la condesa de Monterrey y a la procesión y posterior celebración eucarística de 1632. En Ibíd., f. 143 r.

[83] CAPACCIO, op. cit., vol. II, p. 283.

[84] FERNÁNDEZ DE NAVARRETE y RENAO, op. cit., p. 300.

[85] RODRÍGUEZ VILLA, op. cit.

[86] BNE, Ibíd., f. 167v.

[87] Carlos J. Hernando, “«Estar en nuestro lugar, representando nuestra propia persona». El gobierno virreinal en Italia y la Corona de Aragón bajo Felipe II”, a Felipe II y el Mediterráneo, congrés internacional, actes, vol. III, Barcelona, 1998, p. 324.

[88] Giulio Cesare Capaccio, Il forastiero, Nàpols, 1634, p. 392

[89] Sobre la presencia de Felipe II en Nápoles a lo largo de su reinado, véase Carlos J. HERNANDO “Virrey, Corte y Monarquía. Itinerarios del poder en Nápoles bajo Felipe II”, a Luis Antonio RIBOT y Ernest BELENGUER (dirs.), Las sociedades ibéricas y el mar a finales del siglo XVI, congreso internacional, actas, vol. III, Barcelona, 1998, pp. 343-390.

[90] BNE, Ibíd.,  f. 283r y siguientes.

[91] Ibíd., f. 283v.

[92] Ibíd., f. 284r.

[93] Ibíd., f. 284v.

[94] Ibíd., f. 284r.

[95] Ibíd., f. 285v.

[96] Ibíd., f. 287v.

[97] José Jaime García Bernal, “Memoria funeral de los Austrias. El discurso histórico y las noticias políticas en las exequias sevillanas de los siglos XVI y XVII”, en GARCÍA y DE JONGE (eds.), op. cit., p. 675.

[98] BNE, Ibíd., 284r.

[99] Ibíd., ff. 158r-159r.

[100] Ibíd., f. 159r.

[101] Ibíd., f. 159r.

[102] Andrea CIRINO, Feste celebrate in Napoli per la nascita del serenisimo Prencipe di Spagna nostro signore dall'eccmo sigr Conte di Castriglio vicere, luogotenente, e capitan generale nel Regno di Napoli, Nápoles, 1658, p. 7.

[103] BNE, Ibíd., f. 292v.

[104] Ibíd.

[105] FERNÁNDEZ DE NAVARRETE y RENAO, op. cit., p. 285.

[106] Giulio Cesare Capaccio, Apparato funerale nell’essequie celebrate in morte dell’illustriss. et eccellents. sig. conte di Lemos, viceré nel regno di Napoli, Nápoles, 1601.

[107] “De la misma forma que el príncipe sucesor lo hacía en la iglesia donde se oficiaban los ritos funerales por una muerte regia, el lugar privilegiado del nuevo lugarteniente y capitán general del reino de Nápoles emula y reproduce el protocolo de los reyes”, según Isabel ENCISO en su estudio de las exequias de Fernando Ruiz de Castro en “Filiación cortesana y muerte en Nápoles: La trayectoria política del VI conde de Lemos”, en Felipe II y el Mediterráneo, congreso internacional, actas, vol. III, Barcelona, 1998, pp. 515-561, p. 555.

[108] BNE, ms. 2979, f. 282v.

[109] Carlo CELANO, Notitie del bello, dell’antico e del curioso della città di Napoli per i signori forastieri date dal canonico Carlo Celano napoletano, divise in dieci giornate, vol. I, Nápoles, 1692, p. 44.

[110] Ibíd.

[111] Véase nota 12.

[112] Véase nota 20.

[113] BNE, ms. 2979, f. 89r.

[114] RIVERO, La edad de oro de los virreyes [...], p. 80.

[115] FERNÁNDEZ DE NAVARRETE y RENAO, op. cit., p. 300.

[116] Hay que incardinar la obra de Renao en un punto central entre dos alteraciones importantes para la presencia española en Nápoles: el motín de 1585 que acabó con la muerte del electo del pueblo y que algunos autores señalan como un tenso precedente de la gran revuelta del XVII, y la revuelta de Masaniello, en 1647, que desembocó en una efímera república. Véase Rosario VILLARI, La revuelta antiespañola en Nápoles. Los orígenes (1585-1647), Madrid, Alianza, 1979, p. 17 y siguientes.

[117] BCS, ms. 59-2-9, f. 4 r.

[118] Ibíd.

[119] BNE, ms. 2979, f. 273r-275v.

[120] Véase Félix LABRADOR, “La formación de las Etiquetas Generales de Palacio en tiempos de Felipe IV: la Junta de Etiquetas, reformas y cambios en la Casa Real”, en  José Eloy HORTAL y Félix LABRADOR (dirs.), La Casa de Borgoña: la Casa del rey de España, Lovaina, Leuven University Press, 2014, pp. 99-128.

[121] CAPUANO, Ibíd.



Revista semestral presente en:
Tiempos Modernos: Revista Electrónica de Historia Moderna
ISSN: 1699-7778