Manuel Borrego, "Las tardes del Alcázar [Les conversations vespérales de l'Alcázar], un dialogue érasmiste" (intervention du 12 mars 2002)

“Necesidad y venalidad”. Una reflexión sobre las reformas políticas del primer siglo XVIII.

Francisco Andújar Castillo, Necesidad y venalidad. España e Indias, 1704-1711, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2008. ISBN 978-84-259-1402-7

 

Anne Dubet

Profesora en la Université Blaise Pascal / Miembro del Centre d’Histoire “Espaces et Cultures” (Clermont-Ferrand, Francia)

Anne.dubet@univ-bpclermont.fr

 

El último libro de Francisco Andújar Castillo abre sendas nuevas a la comprensión de las transformaciones políticas que conoció la monarquía española a raíz del advenimiento del primer Borbón, Felipe V. En clara continuidad con su anterior libro, dedicado a la venalidad militar en España en el siglo XVIII[1], el historiador se interesa por la venalidad en la administración española. Si amplía su enfoque, saliendo del marco militar e incluyendo en el estudio los territorios americanos e italianos de la monarquía española, se centra en un período breve: la puesta en venta, entre 1704 y 1711, de la mayor parte de los oficios y honores susceptibles de interesar a compradores. Ofrece así una rigurosa monografía que evidencia una práctica que casi pasó desapercibida. En efecto, hasta hace poco, aceptamos la idea de que en la España peninsular de los siglos XVI y XVII, la venta de oficios se limitó a los oficios concejiles, así como a algunos oficios subalternos de los Consejos, Chancillerías y Audiencias y ciertos oficios de Hacienda. Por otra parte, se admitía que la nueva dinastía borbónica tendía a imponer a su administración un modelo racional y ejecutivo que pasaba por la erradicación en su seno de los intereses privados, aunque recientes estudios —de los órganos administrativos, las redes de individuos que los van poblando y la hacienda— ofrecen perspectivas distintas. Francisco Andújar demuestra que los profundos cambios que afectan a las instituciones monárquicas y, a través de ellas, la relación del rey con sus súbditos, son compatibles con una venalidad en gran escala.

 

1. El historiador empieza asentando la importancia de la operación de venta de 1704-1711. El paciente cruce de fuentes de naturaleza distinta le permitió comprobar que hubo ventas. Se trata aquí de desvelar operaciones que los actores de la venalidad buscan ocultar. En el mejor de los casos, la correspondencia del recién creado Secretario del Despacho de Guerra y Hacienda, José Grimaldo, permite reconstruir el proceso entero de una venta, identificando los actores que participan en ella y las fórmulas utilizadas para disimularla. Más a menudo, es preciso corroborar las cuentas de diversas tesorerías —en particular la Tesorería Mayor de Guerra, creada para acompañar la Secretaría del Despacho del mismo nombre[2]— con los despachos de nombramiento en diversos oficios o las concesiones de gracias, documentos repartidos entre los fondos de los múltiples tribunales que los produjeron. La coincidencia temporal entre un “beneficio”, un “donativo” o un “servicio” en dinero hecho al rey y un nombramiento es reveladora. Así, tomando en cuenta solamente las ventas comprobadas, se puede afirmar que la venalidad le reporta al rey más del 7 % de sus recursos.

Si se añaden los nombramientos y concesiones de gracias que adoptaron las formas entonces habituales de la venalidad, cabe elevar la estimación. Francisco Andújar señala varios indicios de una posible venta. Las futuras suelen venderse, así como las mercedes dotales y —en órganos dotados de planta fija— los oficios supernumerarios. La presencia de condiciones añadidas a la posesión del título, como la promesa del rey de no reformarlo o la licencia concedida al oficial de ser natural del lugar en que será magistrado o casarse con una natural, sin duda revela que se compró el oficio y se pagó un monto añadido para beneficiar de tales privilegios. El desfase excesivo entre las competencias profesionales o la edad exigidas para ocupar el oficio en condiciones ordinarias de nombramiento (el examen de una terna por la Cámara o un Consejo) y la realidad del curriculum vitae del titular autoriza a abrigar dudas acerca de los méritos que le permitieron acceder al puesto.

Así, se llegan a vender oficios de todo tipo. Incluyen las Presidencias y plazas de Consejero de los Consejos, las Presidencias y puestos de magistrados de los tribunales territoriales (Audiencias, Chancillerías), los gobiernos locales y corregimientos, tanto en América como en España, hasta los más elevados (los empleos de virrey), gran parte de los cargos de secretarios y oficiales de las secretarías de los mismos órganos y de algunas juntas, la mayor parte de los oficios encargados del control contable o del manejo del dinero del rey (tesoreros, depositarios, contadores, veedores, etc.) y varios oficios de las casas reales. Conviene añadir a la lista los honores que no le imponen al rey pagar salarios: títulos de nobleza, hidalguías, hábitos de Órdenes Militares (para una vida), honores de consejero de tal o cual Consejo, etc. En América, donde ya se vendían tales honores y oficios, se eleva el volumen de ventas en grado superior al ya indicado por los especialistas del tema. En Italia, se prolonga la venalidad anterior hasta la ocupación de los territorios por los Aliados. Con el tiempo, el fenómeno se va amplificando. Así, Francisco Andújar observa que ciertos oficios y honores que el rey y su entorno se resisten a vender en un primer momento —los cargos de gentilhombre de la cámara del rey, los corregimientos— pasan luego a ser objeto de ventas masivas para satisfacer la necesidad de fondos. La concesión regular de una tercera parte del fruto de los “beneficios” a la casa de la reina al final del período le confiere a la operación de venalidad un carácter sistemático.

Además del peso de los fondos sacados de la venalidad en el conjunto de los recursos del rey, es importante advertir que son ingresos de los que se puede disponer con relativa facilidad. Así, el rey se vale de la venta de oficios para solventar deudas a corto o mediano plazo siguiendo varias modalidades: paga un crédito en dinero otorgando un oficio a su prestamista o a uno de los parientes de éste; obtiene rebajas en los precios de los asientos de provisión de los ejércitos a cambio de oficios concedidos a los asentistas (por lo que no aparece ningún “beneficio” en las cuentas de la Tesorería Mayor); en varias ocasiones, en lugar de devolver dinero a sus principales acreedores, les confía la venta de ciertos oficios, para que los financieros se paguen con el precio de las ventas. Es lo que pasa con los dos grandes intermediarios de las ventas de oficios, Bartolomé Flon y Juan de Goyeneche.

 

2. Ahora bien, ¿quién controla tan magna operación? ¿Se refuerza el poder del rey, en lo que se refiere al control ejercido sobre la elección de los compradores de los oficios y el destino del dinero ingresado?

La respuesta de Francisco Andújar es matizada. Su estudio de los procedimientos de venta de cargos y honores le lleva a confirmar la precoz imposición de la vía ejecutiva, frente a la vía consultiva. El rey suele nombrar por decretos, prescindiendo de encargar a las Cámaras de Castilla y de Indias o a los Consejos el examen de ternas de candidatos. Estos tribunales se ven relegados por los nuevos órganos creados por Felipe V a iniciativa de su entorno francés, la Secretaría del Despacho de la Guerra y Hacienda y la Tesorería Mayor de Guerra. La primera, confiada a José Grimaldo a partir de julio de 1705, es la interlocutora predilecta de los financieros encargados de realizar la venta. Grimaldo y sus oficiales conservan parte de la información relativa a ventas anteriores, lo que les permite establecer precios y cláusulas de ventas. Éstos se suelen discutir en “papel aparte”, distinto de la demanda de concesión de un oficio, o incluso “a boca”. Grimaldo se encarga de transmitir al rey las ofertas remitidas por los intermediarios financieros de la venta, cuando despacha con él, y de contactar a los individuos susceptibles de informar sobre la calidad de los candidatos. Estos informantes se eligen en función de los puestos que ocupan —suelen ser Presidentes o Gobernadores de los Consejos interesados por las ventas o Secretarios de los mismos— pero también de la relación personal que mantienen con Grimaldo o los franceses que benefician de la confianza de la pareja real. Entre estos últimos, se destacan tres. Orry, quien vino a aconsejar al rey en materia de hacienda, promueve una venalidad en gran escala desde 1702 y organiza algunas grandes ventas. La princesa de los Ursinos, camarera mayor de la reina, ejerce un control estrecho sobre el producto de los “beneficios” que se concede a la casa de la reina. El embajador Amelot (1705-1709), miembro del gabinete, actúa en estrecha colaboración con Grimaldo. Frente a ellos, los Consejos y las Cámaras de Castilla e Indias —ésta es suprimida en 1701— pierden posiciones, pues si se consulta a sus respectivos Presidentes acerca de la oportunidad de una venta, ya casi no se consulta al órgano colegial, cuyo papel se resume en la ejecución del decreto de nombramiento transmitido por la Secretaría del Despacho de Guerra y Hacienda. Asimismo, la Tesorería Mayor de Guerra, situada bajo las órdenes directas de Grimaldo, y encargada de recibir y gastar parte del producto de los “beneficios”, escapa en gran parte del control de los Consejos y la Contaduría Mayor de Cuentas. Al quitarles a los Consejos de Madrid y a ciertos altos responsables, como los virreyes americanos, el control de la venalidad, el nuevo equipo parece devolverle al monarca la iniciativa, quitándosela a los Grandes y a los letrados más poderosos de los Consejos. Ésta era la intención de los iniciadores franceses y españoles de las primeras reformas del reinado. Cabe interpretar el proceso como un reforzamiento del absolutismo.

Conviene no confundirlo, no obstante, con un acrecentamiento del poder del mismo Felipe V. En efecto, el autor demuestra que, más que el propio monarca, quienes controlan la organización de la venalidad son los miembros de su entorno que benefician de su confianza. Así, no cabe duda de que Grimaldo y Amelot pueden orientar las decisiones del rey al seleccionar la información que le presentan en el despacho. Por ello, según Francisco Andújar, quien determina los precios definitivos de los oficios sin duda es Grimaldo. Éste, a su vez, deja un margen de iniciativa a los dos grandes financieros encargados de buscar compradores. Goyeneche y Flon no se contentan con transmitir demandas de forma neutral, sino que operan una selección previa de los candidatos, en base a varios criterios —su condición social y sus méritos, su solvencia, su relación personal con ellos, etc. Además, influyen en la elección del rey o su Secretario del Despacho de Guerra y Hacienda cuando reformulan los expedientes de los candidatos a la compra, mejorando su curriculum vitae. Por otra parte, Felipe V concede gran autonomía a la reina y a su camarera, no sólo en la gestión de los fondos sacados de la venalidad que se destinan a la casa de la reina, sino también en la iniciativa de ciertas ventas. Así, Francisco Andújar observa que el despegue de las ventas de cargos de justicia en la Península coincide con el ejercicio del gobierno por la reina, en ausencia del rey, durante la primavera del año 1706. En 1710, el duque de Linares emprende su viaje a México, adonde va a ocupar el puesto de virrey, con diversos títulos, despachos y mercedes en blanco destinados a la venta, cuyo producto total se aproxima a los diez millones de reales. Parte de los fondos se irá remitiendo a la casa de la reina en los meses sucesivos.

 

3. Aunque el rey no lo controla personalmente todo, la fuerte cohesión del equipo encargado de organizar la venta, precisamente porque beneficia de la confianza del monarca, parece susceptible de garantizar la fiel ejecución de la voluntad del soberano. Sin embargo, se habrá adivinado que el buen funcionamiento de la venta se basa en el respeto de los intereses de todos sus actores. Así, los propios intermediarios de dicha venta sacan partido de su acceso privilegiado a la información y su capacidad de influir en los precios para facilitar el acceso de sus parientes, clientes y amigos o paisanos a variados puestos. Tales prácticas invitan a preguntar si la administración engendrada por la venalidad es susceptible de aplicar las decisiones que se le vayan imponiendo “en servicio del rey”. ¿En qué medida la venalidad modifica el trabajo de los tribunales y oficinas afectados y la relación entre el monarca y sus servidores? Se trata de examinar la eficiencia de los oficiales, su honestidad y su fidelidad.

Francisco Andújar recalca con razón que el dinero llega a ser el criterio de mayor peso en la elección de los candidatos. Aunque siempre se pretende elegir oficiales idóneos, que tengan la experiencia requerida para el puesto, una condición social que no desacredite el oficio y eventualmente la formación universitaria precisa, en la práctica, se suele elegir al que ofrece más o puede pagar más pronto. El autor identifica varios casos en que Grimaldo deshecha la opinión negativa del Presidente del Consejo y Cámara de Castilla, Francisco Ronquillo, para imponer un candidato mediocre. En otros casos, se finge no ver que los intermediarios de la venta mejoraron un curriculum impresentable. En suma, aunque el rey reforzó su poder para imponer candidatos sin consultar a los órganos colegiales, la necesidad de dinero lo debilita, limitando estrechamente su voluntad. Por otra parte, ciertas prácticas asociadas a la venta contribuyen a reducir el control ejercido sobre el trabajo de los oficiales. Así, el comprador de una prórroga en un puesto temporal (corregimiento, gobierno, virreinato…) anula de facto el juicio de residencia que debería concluir su mandato. A veces, oficiales cuyo juicio de residencia no ha terminado consiguen comprar y ejercer otro oficio, mediante recargos en el precio, lo que anula el efecto de las eventuales penas que se les podrían infligir en la residencia. Asimismo, la venta de licencias para confiar el ejercicio del puesto a un teniente implica que el rey renuncia a controlar la idoneidad de éste. Aunque en principio estas prácticas se reservan a América y Canarias, el autor también las observa en el territorio peninsular.

En suma, el incremento de la venalidad parece dar pie a la mediocridad de la administración y los tribunales reales. Francisco Andújar es prudente al respecto. En efecto, nota que los juicios de los contemporáneos sobre este punto son contradictorios. El estudio comparado de las carreras de magistrados que compraron su oficio y otros que no lo hicieron —por ingresar en los tribunales en la década posterior a 1711— revela diferencias. Por cierto, la carrera de los que compraron es en términos generales menos brillante. Sin embargo, el autor observa que para nadie la venalidad fue un lastre. Concluye invitando a un análisis comparado del trabajo cotidiano de los que compraron y los que no pasaron por ninguna forma de venalidad, que no deja de plantear dificultades metodológicas —identificar a quien compró o no, definir criterios de valoración de la calidad del trabajo—.

 

4. La venta y el reducido control sobre los compradores plantea otro problema, el de la relación entre venalidad y corrupción. El tema es espinoso, y el autor lo aborda con cautela. Si la corrupción se define como el uso de bienes que pertenecen al público para servir fines personales o el abuso de una situación de poder conferida por el empleo ocupado al servicio del rey para enriquecerse, cabe observarla en varios niveles. Francisco Andújar se centra en dos de ellos. Primero, el destino del producto de los “beneficios”. Recordando que la justificación que se dio a la venalidad fue la satisfacción de las necesidades de la guerra, comprueba que una parte no desdeñable de los fondos fue destinada a la casa de la reina. Aunque se podría aducir que los gastos de dicha casa obedecen a necesidades del Estado, el historiador comprueba que una porción de los recursos sufragó gastos personales de la reina (alhajas, ornato de sus apartamentos). Aquí podría situarse la línea entre uso lícito y uso ilícito del dinero, con tal que los actores distinguieran el patrimonio personal de los soberanos de la hacienda real. Es un campo de investigación casi virgen, que obliga a tomar en cuenta las representaciones cotidianas de los hombres del siglo XVIII, sin atenerse a la tratadística moral y jurídica, como lo precisa el autor. Otra forma de corrupción es el mal uso que los oficiales pueden hacer de su posición de poder. En varias ocasiones, Francisco Andújar señala algo que ya se conocía en América: el precio de los oficios no depende sólo de su prestigio, la duración de la concesión y el salario anual, sino también de los beneficios ilícitos que permiten realizar. Admitir que estos beneficios alteren el precio puede ser una forma de acatar las prácticas fraudulentas. En algunos casos, se llega más lejos: la venalidad está asociada a la aceptación de situaciones que podrían facilitar el fraude. Así, la venta de licencias para ser natural del lugar en que se ejerce como magistrado o casarse con una natural es una forma de autorizar de antemano a derogar la ley que buscaba evitar los conflictos de interés, aunque no se autoriza directamente el fraude.

El problema consiste en saber si lo que justifica que los oficiales obtengan ganancias gracias a su puesto, además de su salario, es el haber comprado el oficio. O sea, si además del intercambio de servicios y recompensas, base de la relación entre el rey y sus servidores —que el oficio sea venal o no—, los actores reconocen una lógica económica, según la cual el capital invertido en la compra debe fructificar en ciertas proporciones. Francisco Andújar analiza un episodio significativo. Se trata de las negociaciones emprendidas por el príncipe de Santo Buono, virrey de Perú, para obtener ventajas idénticas a las concedidas a Linares, la posibilidad de vender oficios y honores compartiendo los frutos de la venta con el rey (1712-1713). El italiano arguye que la insuficiencia de los salarios de los virreyes les obliga a dedicarse a todo tipo de fraude —venta de oficios, exigencia de cantidades a los que compraron su oficio en Madrid para autorizarles a ejercerlos en Indias, tolerancia remunerada del contrabando, etc. Por ello, como lo expresa Francisco Andújar, prefiere firmar “un pacto para no robar demasiado, y a cambio percibir una cantidad consignada sobre determinado espacio de «robo»”. El ejemplo parece confirmar que el gasto realizado para comprar el oficio lleva a los compradores a buscar compensaciones rápidas, con lo que la venalidad es terreno abonado para el fraude, ya que los salarios son insuficientes. De hecho, Santo Buono se refiere a sus gastos de viaje, aunque no a la compra de su cargo, que, como otras, permanece ocultada. Pero el nuevo virrey pretende más, ya que su memorial pide que “el Príncipe se aproveche, deducidos todos los gastos de los viajes de ida y vuelta”[3]. O sea que aspira a realizar un beneficio, en la acepción económica de la palabra. De forma implícita, el hecho de que el rey no se lo conceda legitimaría el fraude. Los fondos consultados por Francisco Andújar no dicen si Grimaldo y el rey responden favorablemente a su demanda por admitir esta lógica que hace del oficio venal una empresa o si lo hacen por no tener más remedio. De forma más general, sería deseable buscar comentarios explícitos de los contemporáneos, para saber cómo valoran moralmente las prácticas fraudulentas de los compradores de oficios, aunque lo más probable, como lo dice el autor, es que tales comentarios sólo se hicieron “de boca”. Es una de las numerosas propuestas de investigación que ofrece este libro.

 

5. En todo caso, el estudio de Francisco Andújar evidencia el que la compra de un oficio venal modifica la relación entre el rey y sus súbditos. En los más casos, ésta se basa en el secreto compartido, ya que se prevén varias fórmulas para borrar las huellas del dinero en las patentes, mercedes o títulos otorgados. El recurso a intermediarios en la venta, además de sus ventajas financieras ya señaladas, permite garantizar el silencio, pues evita que los compradores tengan que negociar la transacción con las oficinas de Grimaldo o los Consejos. Además, ya se indicó que la necesidad de vender mucho y pronto obliga al rey a reducir sus exigencias de méritos profesionales, pero también sociales. El resultado podría ser cierta evolución del perfil sociológico de los agentes del rey.

No se trata de abrir las puertas a todos los grupos medianos. El mismo procedimiento de la venta, Francisco Andújar insiste en ello, reserva la venalidad a los que ya saben que hay o habrá vacantes y saben a qué intermediario dirigirse para hacer una oferta. Si no todos tienen idea de los precios en boga antes de negociar —Grimaldo aconseja “echar a pasear” a los que hacen ofertas vergonzosas— y si algunos necesitan de ayuda para enriquecer y dar lustre a su relación de méritos, consta que la venalidad de oficios no es un mercado abierto a todos ni transparente, sino todo lo contrario. Hace falta un capital social mínimo. Aunque hombres de rancia nobleza sacan provecho de la venalidad para acceder más rápido a los honores deseados, los principales beneficiarios de la venalidad parecen ser las élites municipales, grupos nobles o en proceso de ennoblecimiento. Así, Francisco Andújar muestra que la venta abrió las puertas de los Consejos y Contadurías, así como de los puestos de contador, veedor, comisario, tesorero o depositario en las provincias y la corte, a numerosos financieros cuyo prestigio hubiera resultado insuficiente sin dinero. Asimismo, ciertos tribunales relacionados con las Indias, y en particular el Consejo de Indias, se criollizan, provocando reacciones airadas de peninsulares. Estos grupos que se situaban en la periferia del poder pudieron ganar una o dos generaciones gracias a la venalidad. Para ellos, la compra de un oficio se enmarca en una estrategia familiar de ascensión social. Así, muchos de los compradores de oficios solicitan, en una segunda etapa, un hábito de alguna Orden Militar, alegando como principal señal de su elevada condición social el oficio que acaban de adquirir —sin mencionar que lo compraron.

Esta posible apertura de las oficinas y tribunales reales a sectores sociales más modestos —para confirmar la evolución, sería preciso contar con un análisis comparable de la venalidad practicada en tiempos de Carlos II— está en clara sintonía con el nuevo modelo administrativo que quieren promover los reformadores que rodean a Felipe V. Se busca contar con hombres cuya suerte depende del rey, lo que, en teoría, debería garantizar su propensión a obedecer, e incluso a cumplir. El retrato que se hace del candidato ideal para ocupar el puesto de Secretario del Despacho de Hacienda y Guerra, en la primavera de 1705, corresponde a este modelo[4]. Tal vez sea lícito pensar que la dependencia de los titulares de oficios venales podría también limitar la extensión del fraude —aunque no suprimirlo—, para que éste no ponga en peligro la hacienda del rey. Pero no se trata únicamente de crear una administración más ejecutiva. Francisco Andújar pone de relieve la dimensión social y política de la venalidad. Al llegar a España en 1702, Juan Orry había propuesto al rey reforzar la fidelidad de los financieros vendiéndoles oficios, para que fueran “attachés au corps de l’État par le fonds de leur finance”. La hipótesis del autor es que, de forma más general, la venalidad es uno de los medios que la nueva dinastía pone en obra para crear lazos de fidelidad entre ella y las oligarquías.

 

6. ¿En qué consiste el cambio introducido por los Borbones? La obra de Francisco Andújar contribuye a subrayar la fuerte continuidad existente entre la práctica política de Carlos II y la de Felipe V, coincidiendo así con las observaciones recientes de algunos especialistas de la hacienda y la administración. En lo que atañe a la venalidad, el autor reseña numerosas referencias a su existencia en Castilla en las últimas décadas del siglo XVII. Se vendieron títulos de nobleza, oficios de la hacienda —bien estudiados por Juan Antonio Sánchez Belén—, pero también las plazas más elevadas de los Consejos y tal vez, en ocasiones puntuales, corregimientos. La continuidad es también personal. Parte de los actores de la venta en 1704-1711 ya habían sido compradores o informantes en el siglo anterior. Incluso el destino de los fondos es similar. El autor señala que, además de la guerra (en particular la de los Nueve Años), la venalidad sirvió para costear la casa de la reina en la última década del reinado de Carlos II —los contemporáneos no dejan de subrayar el paralelo entre la Princesa de los Ursinos y la Condesa de Berlips[5].

Puede que haya una diferencia de volumen entre la venalidad practicada bajo Carlos II y la que estudia Francisco Andújar. Sólo una monografía relativa a este reinado podría confirmarlo. No obstante, la diferencia esencial parece ser de naturaleza política. El esfuerzo realizado por el rey y su entorno consiste en tomar el control de la venalidad, tanto en las Indias como en la Península, confiando su organización a un sector nuevo de la administración que depende más estrechamente de la voluntad real e intentando asegurar al rey, por lo tanto, el control del uso de los fondos recolectados. Uno de los reproches que los franceses habían dirigido a los Consejos a finales del siglo XVII era que estos órganos colegiales y, dentro de ellos, los Grandes de España y sus clientes, acaparaban esta regalía. La ruptura introducida aquí por Felipe V le confiere otro estatuto a la venalidad. Aunque sigue siendo una práctica oculta, que se desarrolla en un mercado reservado a iniciados, y los fondos se gestionan como recetas extraordinarias, Francisco Andújar pone de relieve cierta forma de institucionalización de la venalidad. Así, dentro de la Secretaría del Despacho de Guerra y Hacienda, existen archivos de las ventas y un reparto preciso de las tareas entre los diversos oficiales; se desarrollan rápidamente rutinas administrativas; aparecen fórmulas específicas para designar las condiciones de ventas y los pagos[6]. Otro elemento que milita a favor de cierta forma de institucionalización de la venalidad es la afectación de una tercera parte de los beneficios a la reina al final del período. Los contratos firmados con los virreyes de Nueva España y Perú en 1710 y 1713, por fin, confirman que se admite la existencia de la venalidad como un recurso aceptable de la monarquía y la necesidad de que saque provecho de ella el rey, y no solamente los particulares.

En suma, la gran operación venal de los años 1704-1711 es uno de los aspectos de la institucionalización de formas de gobierno que hasta aquí fueron simplemente toleradas como extraordinarias, una evolución paralela a la que se observa en Francia en los mismos años[7]. Esto responde a una concepción del poder real y de lo que debe ser su administración muy distinta de la que fue dominante a finales del siglo XVII, lo que confirma la urgencia, ya señalada por Francisco Andújar, de estudiar las concepciones de los actores que la sustentan.

Asimismo, el libro se puede leer como una invitación a prolongar el estudio, centrándose en los años posteriores a la Guerra de Sucesión. En efecto, el cese brutal de la operación de venalidad después de 1711 suscita interrogaciones. Además de las razones financieras evocadas por Francisco Andújar —la consolidación de los ingresos ordinarios de la corona—, cabe preguntarse, en la línea del estudio del autor, qué formas de fidelización de las élites territoriales sustituyeron a la venalidad donde ésta desapareció y cómo las describían e interpretaban los actores. ¿Qué espacio concedieron éstos al fraude y al interés personal de los agentes de la administración real? ¿Cómo justificaron el nuevo reparto entre oficios y honores abiertos a la venalidad y mercedes no venales? Lo que sabemos por otra parte de las reformas institucionales de los años 1710 autoriza a creer que no se dio una mera vuelta atrás en términos políticos, sino todo lo contrario. Así, la simultaneidad entre el cese de parte de la venalidad y la creación de nuevos agentes territoriales, los intendentes de provincias, podría ser más que una mera coincidencia temporal, inaugurando una nueva forma de relación del rey con sus súbditos y sus propios agentes, pero todavía nos hace falta definir su contenido.

 

 

 



[1] El sonido del dinero. Monarquía, ejército y venalidad en la España del siglo XVIII, Madrid, Marcial Pons Historia, 2004.

[2] Las dos se crean en dos etapas a iniciativa de Juan Orry. Primero, en septiembre (Secretaría del Despacho de Guerra) y octubre (Tesorero General de la Guerra o Tesorero Mayor de Guerra) de 1703, para desaparecer respectivamente en agosto y octubre de 1704. Orry, apoyado por Amelot y la princesa de los Ursinos, restablece la Tesorería Mayor en junio de 1705 y crea un Secretario del Despacho de Guerra y Hacienda en junio del mismo año. Cfr. Concepción de Castro, A la sombra de Felipe V. José de Grimaldo, ministro responsable (1703-1726), Madrid, Marcial Pons Historia, 2004, y Anne Dubet, Un estadista francés en la España de los Borbones. Juan Orry y las primeras reformas de Felipe V (1701-1706), Madrid, Biblioteca Nueva, 2008.

[3] Necesidad y venalidad, págs. 296-298.

[4] Dubet, Un estadista francés, op. cit., cap. 7.4.

[5] Orry lo lamenta en 1703 : « se representa a la Princesa de los Ursinos como a la Berlips » (traducción mía). Carta a Torcy, 30/07/1703, Ministère des Affaires Étrangères, París, Correspondance Politique-Espagne, caja 119, fol. 411.

[6] Puede que en este caso, la nueva Secretaría beneficie de la experiencia de la Secretaría del Despacho Universal creada en el siglo anterior. Aunque se conocen su composición y la naturaleza de la relación de su último titular, Antonio de Ubilla (posteriormente marqués de Rivas) con Carlos II, se desconoce su trabajo cotidiano y, en particular, no suscitó ningún estudio la eventual intervención de Rivas en la venta de cargos. Al llegar a España, los franceses solo notan que Ubilla sabe beneficiar del desorden de la hacienda (instrucciones de Luis XIV a su embajador Marcin, 07/07/1701, Ministère des Affaires Étrangères, París, Correspondance Politique-Espagne, caja 99, fols. 2-43). Pero de forma curiosa, se lanza la operación de las ventas en el otoño de 1704, cuando Rivas ya ha recuperado el Despacho Universal después de un año de marginación y controla de cerca otros aspectos de la política hacendística, como los contratos de provisión militar. Una diferencia determinante entre las dos Secretarías es que la de Ubilla supo cohabitar con Consejos poderosos, cuando los desplaza claramente la de Grimaldo. Una monografía dedicada a la Secretaría del Despacho Universal a finales del siglo XVII permitiría afinar la comparación.

[7] Sobre el caso francés, véase la revisión historiográfica propuesta por Darryl Dee, « Wartime Government in Franche-Comté and the Demodernization of the French State, 1704–1715 », French Historical Studies, Vol. 30, No. 1 (Winter 2007), págs. 21-47.



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Tiempos Modernos: Revista Electrónica de Historia Moderna
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