Manuel Peña Díaz, Escribir y prohibir. Inquisición y censura en los Siglos de Oro, Madrid, Cátedra, 2015, 250 pp.

 

 

Carlos Martínez Shaw

Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED)

Real Academia de la Historia

 

 

Obra de madurez de uno de los máximos especialistas en la historia cultural española del Antiguo Régimen y, en especial, de las prácticas de la lectura y la escritura en tiempos de los Austrias, el libro de Manuel Peña, profesor de Historia Moderna de la Universidad de Córdoba, dota de unidad expositiva a una serie de siete artículos ya publicados con anterioridad por su autor pero ahora revisados y ampliados para esta edición, cuyo sentido de conjunto se refuerza con un jugoso prólogo y, sobre todo, con unas excelentes reflexiones finales.

 

El punto de partida es la contraposición entre una activa represión cultural (encarnada fundamentalmente por el Santo Oficio), y las formas de resistencia practicadas por los intelectuales. En suma, frente a una Inquisición que consiguió una “sociedad virtualmente adocenada y mayoritariamente resignada” (una sociedad disciplinada en la fe, la fidelidad, la ortodoxia y la obediencia con su cohorte de adulación, conformismo, hipocresía y autocensura), se alzó una minoría contestataria que consiguió esconder los libros prohibidos o hacer lecturas oblicuas de los permitidos. Y, desde esta óptica, se nos ofrece una bien surtida y apasionante panoplia de casos, cuya suma desemboca en una convincente constatación de la hipótesis inicial.

 

El primer capítulo se dedica a una de las prácticas más características de la censura inquisitorial, la promulgación los famosos Índices de libros prohibidos. Las novedades que aquí aparecen hacen referencia sobre todo a la reactivación producida con la publicación del Índice de 1632 por iniciativa del inquisidor general de entonces, el cardenal Zapata, que amplificó el impacto con el instructivo espectáculo de un aparatoso cortejo y la predicación de un sermón como pieza justificativa y aleccionadora de los beneficios de la santa vigilancia de los defensores de la fe. En ese contexto, el sermón madrileño del jesuita Agustín de Castro sirvió, además, para La “reinvención de una censura inquisitorial propia, española y católica”. Una censura que representaba un ataque a la publicación, la lectura y la venta de los libros prohibidos. De ahí que, si se nos permite, podamos afirmar, siguiendo a otros autores, que el Index librorum prohibitorum, en sus sucesivas entregas, es el repertorio más completo de las obras que han significado algo para el progreso material y espiritual de la humanidad.

 

Una primera resistencia a la rigidez de los desmesurados listados de lecturas prohibidas (699 libros en el Índice del inquisidor Valdés de 1559) fue el combate por imponer la práctica del expurgo, que significaba, a juicio del autor, la “opción del consenso”, aunque más bien se diría que fue la exploración de la vía del posibilismo, del mal menor, del pis aller. Así se llegó al triunfo del instrumento de control mitigado que fue el Expurgatorio de 1584, que significó, en afortunada metáfora de Manuel Peña, “una constante vía de agua en el gran barco de la censura”. En el mismo sentido, el expurgo fue seguido por otra fórmula más tolerable, la del caute lege (“lee con precaución”), aplicada desde 1607 y que aceptaba la posibilidad de leer los textos dudosos sin arrostrar con ello en una condena inquisitorial. De todas maneras, las contraofensivas acechaban continuamente, como demostró la aplicación desde 1632 del criterio romano del donec corrigatur, es decir la prohibición de leer los libros antes de que se hubiera procedido a su expurgo, que era justamente la medida contraria a la más conciliadora de un cuarto de siglo antes. En cualquier caso, frente al proceder de la censura romana se alzaría el activismo el jesuita Juan Bautista Poza en defensa del libro católico español, a partir de su obra inmaculista Elucidatio Deiparae de 1628.

 

La siguiente sección propone una serie de prácticas de lecturas prohibidas. En puridad no puede considerarse inmerso en este supuesto el uso de papeles escritos como talismanes, algo que se dio en todos los grupos religiosos, pero que fue particularmente frecuente entre los sanadores moriscos. Más idónea es la consideración del caso de las comunidades de lectores (algo así como los “clubs de lectura” actuales), entregadas a la discusión pública (cuando no directamente a la lectura en voz alta) de determinados libros, un método condenado por las autoridades eclesiásticas, que hacían recaer la responsabilidad particularmente sobre los anfitriones y sobre los directores del círculo, que eran los intermediarios y, por tanto, los intérpretes del sentido de los textos. Finalmente, se analiza el caso particular del rearme ideológico de los judeoconversos, inclinados a la resistencia callada, al disimulo, a la reinterpretación de los escritos siguiendo las claves del “sistema de significados de su propia cultura”.

 

A continuación hace su aparición Teresa de Jesús. Tras hacerse eco de la muy plausible tesis de Joseph Pérez de que la santa de Ávila empezó a escribir cuando el Índice del inquisidor Valdés limitó sus posibilidades de lectura (algo que, bajo otra forma y en otro momento, veremos surgir en Don Quijote, más adelante en este mismo libro), el autor se explaya en los medios de que hubo de servirse la monja carmelita para sortear la censura (siendo como era “espiritual”, mujer y judeoconversa, siguiendo la acertada caracterización de Teófanes Egido); medios que, de acuerdo con el reciente y espléndido libro de Rosa María Alabrús y Ricardo García Cárcel (Teresa de Jesús: la construcción de la santidad femenina), incluía la búsqueda de la aprobación de sus escritos entre una élite de nobles, eclesiásticos, universitarios e incluso inquisidores, así como la tenaz resistencia a las correcciones y los expurgos. Más tarde, sus obras fueron apoyadas por una red de apologetas en el horizonte de su proceso de beatificación, cuyo positivo resultado en 1614 hizo redundante dicha defensa en la segunda mitad del siglo.

Censura religiosa, censura política. El proceso de confesionalización permitió que la Inquisición no sólo se ocupara del campo que le era propio, sino que también entrase en la palestra de la vida política, actuando el Santo Oficio, en palabras del autor, como “fiel escudero al servicio de la Monarquía”. Aquí se traen a colación dos casos bien característicos. El primero es el de los “papeles tocantes a las alteraciones de Cataluña”, que en 1653 movilizó al tribunal de Zaragoza en la búsqueda de escritos subversivos, especialmente de la famosa Proclamación Católica (escrito rigurosamente integrista pero que tenía el pecado de defender los postulados catalanes), aunque la pesquisa produjo el resultado opuesto de convertir al texto en “un impreso de culto, en un fundamento de la tradición nacional catalana”. El segundo caso (muy bien analizado en la reciente y ejemplar biografía del dominico sevillano firmada por Bernat Hernández) es el de la Brevísima relación de la destruición de las Indias de Bartolomé de las Casas que, publicada antes del recrudecimiento inquisitorial de 1558, produciría más tarde toda una avalancha de escritos de condena de una obra utilizada por los enemigos de la Monarquía Católica, dentro de una polémica que todavía se arrastra y que enfrenta a aquellos que defienden la necesidad de lo que yo llamaría una “omertà patriótica” y los que propugnan la verdad por encima de cualquier especie de patriotismo o patrioterismo.

 

Y, en el momento oportuno, aparece Cervantes y el famoso debate en torno al “donoso y grande escrutinio” de los libros del Quijote, para unos una lección de crítica literaria y para otros un ejercicio más del espíritu censor y represor de la España del Siglo de Oro. Aquí, el autor cita la contundente apreciación de Pedro Pascual que hace de Don Quijote un “defensor de la libertad de expresión” y de la quema de los libros y el tapiado del aposento “una irónica farsa de lo que era la Inquisición”.  Y después se pronuncia por dos fases diferentes (al estilo de lo que vimos en el caso de Teresa de Jesús), una primera en que el ingenioso hidalgo se nutre de las enseñanzas de los libros de caballería, y una segunda en que, imposibilitado de proseguir el trato directo con sus libros favoritos, pero nutrido sus lecturas pasadas (ese tesoro inmaterial), es decir, en cierta medida, gracias a la acción de la censura, Don Quijote, según su lograda expresión, se dispone a “protagonizar, por fin, su propia novela”.

 

El séptimo y último capítulo se consagra a los límites de la censura, muy en consonancia con lo señalado en el prólogo. Por un lado, la censura tuvo, como era previsible en un momento en que muchos intelectuales tratan de librarse de las cadenas de unas supuestas verdades religiosas todo menos evidentes, sus contradictores, que surgieron especialmente de las filas erasmistas, que se opusieron por activa o por pasiva, abierta o sigilosamente, a las acciones ejercidas contra la libertad del pensamiento. Por otro lado, el miedo acosó no sólo a los lectores, sino también a los impresores, a los libreros e incluso a los traductores, todos ellos practicantes de una autocensura preventiva para evitar males mayores. Ahora bien, la censura inquisitorial no se comprendería sin la aquiescencia de buena parte de la sociedad, que colaboró, bien con la odiosa práctica de la delación (el mayor éxito de la Inquisición y su ejército de “familiares”), bien con esa esclerotizante “neurosis de duda” (diametralmente opuesta a la fecunda duda metódica cartesiana) que aquejó a tantos lectores educados en el escrúpulo religioso, a la perpetuación de una mentalidad represiva en España.     

 

Las bien meditadas reflexiones finales resultan ser unas conclusiones más afiladas que las ideas propuestas en el prólogo, más predispuesto al equilibrio para obviar cualquier suerte de maximalismo, o cualquier acusación de deslizamiento hacia una condena de la Inquisición que pudiera tildarse de “poco científica”, de “meramente ideológica”. Aquí, sin embargo, la realidad se presenta bajo una forma más descarnada y más acorde con lo acaecido en la España del Siglo de Oro (o los Siglos de Oro, para seguir al autor). El triunfo del Santo Oficio se manifestó “en la imposición de la ignorancia fuera del discurso único –nacionalcatólico ̶  y en la interiorización de la duda ante cualquier atisbo de diferencia, cambio o novedad”. Junto a la “discontinuidad intelectual” de Vicente Lloréns (exiliado ilustre) y la “inquisición latente” de Miguel de Unamuno (“desterrado ilustre”),  se coloca el juicio de otro transterrado no menos reputado, el sevillano José María Blanco White, quien no deja de señalar a los responsables del atraso cultural hispano a la altura de 1811, bien resumidos por el autor de nuestro libro: “la duda, el escrúpulo, el sentimiento de culpa, la delación y, en primer plano, la Inquisición y, detrás, su legitimadora, la Iglesia”.

 

En resumen, no resta sino desear una amplia difusión a una obra que se recomienda por el profundo conocimiento del periodo de que se hace gala en sus páginas, por la rigurosa documentación utilizada, por la sofisticada metodología empleada, por la ponderada interpretación de los hechos, por la diáfana exposición de la argumentación, por la valentía de las conclusiones, por la alta calidad literaria de la escritura. Una obra que no hace sino confirmar a Manuel Peña como uno de los investigadores actuales de más probada madurez intelectual y como uno de los historiadores en activo de los que mejores frutos cabe esperar en el futuro.  

 



Revista semestral presente en:
Tiempos Modernos: Revista Electrónica de Historia Moderna
ISSN: 1699-7778